La Otra Historia de Buenos Aires

Antecedentes
PARTE XIV
La lucha entre españoles

por Gabriel Luna

Mayo de 1520. Hernán Cortés marcha desde Tenochtitlán hacia Cempoala. Cortés sabe que va a enfrentarse a un gran ejército, tres veces superior al suyo. Se trata de un ejército español de mil hombres, con caballería, lanzas, corazas, ballestas, tercios, mosquetes y cañones. Hernán Cortés sabe que militarmente no puede ganar. Pero tampoco tiene alternativa. Debe enfrentar al ejército de Pánfilo Narváez o lo perderá todo. Tiene, sí, una estrategia que es más política que militar. A medida que avanza hacia Cempoala provoca varias reuniones de negociación.
Emisarios de los dos ejércitos se reúnen en Cholula, después en Quecholac, después en Huatusco. Tratan de evitar la sangre, de lograr un encuentro entre Cortés y Narváez. Se propone una entrega de territorios bajo determinadas condiciones. Se insiste en la desobediencia de Cortés al Gobernador de Cuba y en su arresto para evitar el combate. Cortés reclama una orden con el sello real para someterse. El funcionario judicial López Ayllón no tiene ese sello. Se negocian las alianzas con los pueblos originarios, los territorios conquistados. Las propuestas se extienden, se multiplican los emisarios. Pero el afán de Cortés no es negociar sino relacionarse con los oficiales del ejército de Narváez. Para seducirlos y sobornarlos gracias al hábil oficio de su mediador, un fraile llamado Olmedo, con promesas celestes y entregas de tesoros tangibles y brillantes que ha traído de Tenochtitlán. El fraile y el oro hacen su trabajo. De modo que al llegar Cortés a Cempoala el gran ejército no tiene demasiado ánimo de combatirlo. Los emisarios convocan a una batalla para el día 26 de mayo. Pero el ejército de Cortés no se presenta. Vuelve a sus oficios el fraile Olmedo. Y recién el día 29, bajo una lluvia torrencial que hace inútil el avistamiento y la artillería, Cortés decide atacar sorpresivamente el cuartel general de Narváez, ubicado en el Templo central de Cempoala.

Y ocurre el ataque en la lluvia con una rara impronta amorosa. Porque hay una bellísima mujer en el entorno de Pánfilo Narváez, que oficia de soldado y cocinera. María Estrada, una judía herborista y soldado que había combatido junto a los comuneros en Toledo contra el rey y contra el Santo Oficio, que fuera apresada, condenada a muerte. Pero que, por su belleza y sus buenos oficios, se le conmutó la pena para llevarla al Nuevo Mundo, donde le imaginaron utilidad y castigo. Un viaje y un destino difícil para una mujer solitaria. María Estrada era acosada día por medio durante la travesía, se defendía con un cuchillo de cocina del que nunca se separaba. Al llegar a Cuba su barco se perdió en una tormenta y naufragó. María fue capturada, esclava de un cacique, cocinera y curandera de la tribu; devino en indígena, como le ocurriera a otro náufrago célebre llamado Gonzalo Guerrero diez años atrás.1 Pero María Estrada fue rescatada -en cambio Guerrero prefirió quedarse con los originarios- y se enamoró de su salvador, el oficial Pedro Sánchez Farfán, que la protegió más de los acosadores españoles que de los indígenas. Pedro y María se casaron en Cuba en 1518. En 1519, Pedro Sánchez Farfán embarcó con Cortés para conquistar México y hacer fortuna. Y en 1520, María Estrada embarcó con Narváez para encontrarse con su marido.
María no pasa desapercibida. Es hermosa, curandera, cocinera, diestra con la espada y la rodela. No hay mujer igual en toda la flota española. Y el día de la lluvia, Cortés supone por los emisarios donde encontrarla. Entonces hace un movimiento de retirada en las afueras de Cempoala para distraer (porque la lluvia tan recia impide el combate), y envía un cuerpo de caballería muy selecto y rápido al mando de Pedro Sánchez Farfán para rescatar a María por segunda vez -ahora de la lubricidad española- y capturar a Pánfilo Narváez. Los hombres entran montados al Templo central, confundidos por propios en la sábana de agua. Cuando los descubre la guardia, ya es tarde para proteger a Narváez. Hay una escaramuza y un grupo de cinco llega hasta él. Está cerca de María, junto a dos oficiales. Sánchez Farfán no le da tiempo a reaccionar, le arroja una lanza. Narváez se desploma, la lanza no le mata pero le vacía un ojo. Los oficiales quedan de piedra y María Estrada envuelta en tules corre a abrazar a su marido.
Tras la captura de Narváez (y con las promesas celestes y las tangibles) el gran ejército se rinde. Y Cortés logra triplicar sus fuerzas para la conquista.

Las dos Marías
Mientras tanto en Toledo, a 8.800 kilómetros de Cempoala, también hay lucha entre españoles. Crece la revuelta comunera para limitar el poder real y de la nobleza, reducir los impuestos, el gasto de las guerras, y para proteger a la industria textil. Y hay otra María encabezando la lucha. María Pacheco, que viene de la nobleza pero va contra los intereses de su clase. Es hija de Iñigo López Mendoza, el conquistador de Granada, hermana de Luis Hurtado Mendoza -ambos ya reseñados-, pariente de Pedro Mendoza -actual paje de Carlos I y futuro adelantado del Río de la Plata- y pariente del infausto capitán Luis Mendoza, quien fuera trozado por Magallanes.2 Y podría tomarse como un rasgo de la época cortar a los Mendoza, porque María -simbólicamente- se quitó el apellido de su padre y tomó el de su madre, que era hija de Juan Pacheco, el marqués de Villena. Se llamó entonces María Pacheco, pero tuvo una educación renacentista en la corte de su padre en Granada, aprendió letras, latín, griego, historia, geografía y hasta matemáticas. Se casó a los 15 con Juan Padilla, un noble toledano de condición bastante inferior a la suya (tal vez otro corte con los Mendoza), y cuando nombran a Padilla capitán de gentes de armas el matrimonio se radica en Toledo. Allí crece la figura de María Pacheco. Abraza la causa de las Comunidades toledanas, que era como abrazar la causa de la burguesía en pleno régimen absolutista (todo un antecedente de las revoluciones modernas que ocurrirían dos siglos después). María instiga y convence a su marido de participar en la lucha contra la nobleza y el reino. En abril de 1520 crece la revuelta en Toledo. En mayo, Juan Padilla extiende la subversión a Madrid, a Segovia, a toda la meseta castellana. Y en junio organiza las milicias toledanas, madrileñas y segovianas, y hace una junta en la ciudad de Ávila, para después avanzar contra el ejército realista. Crece la imagen de María Pacheco en Toledo como símbolo de la revuelta, por su carisma y tenacidad la llaman La Leona de Castilla. Y crece la imagen de María Estrada en México, convertida en baluarte de la conquista, por haber unido amorosamente las fuerzas de los ejércitos, y por su habilidad con la espada y la rodela, hasta el punto de poder vencer en un combate singular al propio Pánfilo Narváez -tuerto, pero ya repuesto del lanzazo-.

Tempestades, tehuelches y novelas de caballería
Mientras tanto en el otro hemisferio, en la remota Bahía de San Julián, a 8.300 kilómetros de Cempoala y a 12.000 kilómetros de Toledo, hace frío y Magallanes se apresta para pasar el invierno. El Almirante ya ha impartido justicia y tortura tras el motín; ya ha descargado, reparado y calafateado las cinco naves negras aprovechando el gran desnivel de las mareas. Y en mayo, mientras Cortés marcha a Cempoala para enfrentar a Narváez y María Pacheco llama a la revuelta en Toledo, Magallanes hace un último intento antes de invernar. Ordena una excursión solitaria y peligrosa para encontrar el estrecho. Será un error. Envía a la nao Santiago -la más versátil y ligera de todas- con el capitán Serrano y treintaisiete hombres hacia lo desconocido. Y dispone un premio de 100 ducados si vuelven con la noticia del estrecho. Serrano encuentra una entrada auspiciosa 160 kilómetros al sur de San Julián e incursiona, descubre que se trata de un río y lo llama Santa Cruz. Se aprovisionan allí durante una semana y siguen bordeando la costa hacia el Sur. Entonces crecen los vientos, se desata una tempestad como nunca han visto. La nao Santiago pierde arboladura, queda a la deriva, el casco toca unas rocas, y embarranca en la costa antes de partirse en dos.

Todos se salvan, pero pierden las provisiones. Los náufragos, sin posibilidad de rescate, vuelven en penosa travesía terrestre, cruzan el río Santa Cruz en una balsa que construyen con los restos de la Santiago, caminan entre acantilados terciarios siguiendo la costa, duermen entre las rocas, comen sólo crustáceos, los azota otra tempestad, sufren de frío, y tras dos semanas llegan finalmente a San Julián. Son recibidos con júbilo, los creían perdidos para siempre entre los vientos o devorados por algún monstruo marino. Les ofrecen un banquete con pescado asado, galleta y vino en abundancia. Magallanes está contento con la vuelta de Serrano y los treintaisiete, pero la pérdida de la nao Santiago, la más versátil y de menor calado, la más apta para la excursión en los estrechos-que él mismo usó para sondear el Río de la Plata-3 le apesadumbra y le produce una merma en su obsesión del “se puede”.
Los días se acortan, las noches se alargan y el frío aumenta. En junio, la tripulación se apresta para pasar el invierno en la bahía conforma de botella de San Julián. No hay mucho que hacer además de la pesca y la provisión de madera. Han instalado, en un islote próximo a la costa, una fragua y un almacén, que sirve de lugar de reunión. La lectura colectiva es otra actividad. Tienen libros de viajes: como el famoso de Marco Polo; La embajada a Tamorlán, de González Clavijo; el propio libro de Duarte Barbosa, miembro de tripulación y cuñado de Magallanes, que cuenta la excursión portuguesa a la India. Pero los libros más festejados y populares son los de caballería -los que inspirarían años después El Quijote-: El Amadis de Gaula; Tirant lo Blanc, de Joanot Martorell; El Palmerín de Oliva y El Primaleón, de Francisco Vázquez. Y están en el almacén del islote enfrascados (o embotellados, si se considera la forma de la bahía) en la lectura, cuando ven en tierra una columna de humo. No han visto otros seres humanos desde mediados de enero en el Río de la Plata, y ahora están a mediados de junio. El humo huele a carne. Les había quedado desde entonces la aprensión de encontrarlos, por el canibalismo y la muerte de Solís y sus oficiales. Pero ahora, a resguardo en el islote, miran con curiosidad. Y ven aparecer sobre una loma a un hombre de gran talla, un gigante tal vez escapado de los libros de caballería.

(Continuará…)

1. Ver La Otra Historia de Buenos Aires, Libro I, Parte IV, VAS Nº 138.
2. Ver La Otra Historia de Buenos Aires, Libro I, Parte VII, VAS Nº141.
3. Ver La Otra Historia de Buenos Aires, Libro I, Parte III, VAS Nº 137.

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