La Otra Historia de Buenos Aires

Parte XXV

por Gabriel Luna

Año 1621. Mientras el banquero contrabandista Diego de Vega viaja a España para evitar la instalación de una aduana en Córdoba y defender el «libre mercado» de esclavos en el Río de la Plata, ocurren dos hechos singulares. El primero es el aumento de esclavos negros en Buenos Aires: al habitual contrabando de esclavos ejercido por la banda «confederada» se suma el contrabando del propio gobernador Góngora. El segundo hecho es la muerte de Felipe III, que tiene por consecuencia el ascenso del conde-duque de Olivares a primer ministro de Felipe IV.
Olivares quiere consolidar el Imperio centrándolo en la monarquía y alejar cuanto fuera posible a los nobles de la gestión económica. Es decir: quiere eliminar las corrupciones y los dispendios de la nobleza para reducir la enorme deuda externa con los bancos europeos. En esta circunstancia -muy diferente a la de cinco años atrás, cuando el «confederado» Simón Valdez negociaba directamente con la nobleza española cargos públicos por dividendos del contrabando de esclavos- Diego de Vega llega a Madrid. Y llega al mismo tiempo una carta que lo incrimina, dirigida al rey por Manuel de Frías, gobernador de Paraguay. La carta hubiera sido inocua años atrás, pero no ahora. Vega es apresado y fracasa como consecuencia su misión de interceder ante la Corte por el libre comercio en el Río de la Plata.
Tras la detención de Vega en Madrid, irrumpe en Buenos Aires Pedro Beltrán de Oyón, alguacil mayor de la Audiencia de Charcas, nombrado juez pesquisidor para obrar en la causa contra los «confederados» iniciada por Hernandarias y continuada por Delgado Flores. El 31 de marzo de 1622, Oyón ordena la captura de los oficiales reales Mateo Leal de Ayala, Mateo de Grado, y del abogado Sánchez Ojeda -todos miembros importantes de la banda «confederada»-. Ayala, Grado y Ojeda se refugian en el Cabildo. Pero el gobernador Góngora, que ha sido socio de ellos en el contrabando, los entrega a la justicia. Tras la desaparición de Simón Valdez y las capturas de Diego de Vega y Mateo Leal de Ayala, la banda queda en manos del maquiavélico Juan Vergara y el gobernador Góngora.

Año 1623. El oidor de la Real Audiencia de Charcas, Alonso Pérez de Salazar, instala la controvertida aduana en Córdoba y llega a Buenos Aires. Viene -tras escuchar el informe del alguacil Oyón y las declaraciones de los reos Ayala, Grado y Ojeda en Charcas- a aplicar las nuevas políticas del conde-duque de Olivares en el Río de la Plata. Detener el contrabando de esclavos, porque causa un contrabando de plata potosina que perjudica a la Corona, y atacar la corrupción y los vicios, promoviendo los valores morales. Salazar rechaza honores, regalos, hospedaje suntuoso, servicios especiales; y, con la convicción de que la moral, la austeridad y las buenas costumbres deben impartirse con el ejemplo (desde arriba hacia abajo), inicia los juicios de residencia de los dos últimos gobernadores: Hernandarias, y Góngora, que aún está en funciones.
Entretanto, Góngora muere. Unos historiadores lo atribuyen al disgusto por el juicio de residencia, otros a la mano oscura de Juan Vergara, que habría ordenado envenenarle. Asume la gobernación el oidor Pérez de Salazar hasta que el rey envíe sucesor. Y Salazar, enterado de los crímenes «confederados», de los cohechos, fraudes, y de la cantidad desmesurada de garitos y burdeles, cierra el puerto de Buenos Aires.
Año 1624. Salazar termina los juicios de residencia. Encuentra al difunto Góngora culpable de contrabandear esclavos, de coimas, fraudes y enri-quecimiento ilícito, y condena a la sucesión de Góngora a una multa de 500.000 ducados. Y encuentra a Hernandarias inocente de los 64 cargos levantados en su contra por Góngora y los «confederados». Menciona su buena administración e iniciativa, la honestidad, el acatamiento de las cédulas reales, y lo distingue con grandes honores, distinción que se extiende al licenciado Delgado Flores, al escribano Cristóbal Remón, y a todos los «beneméritos» que lucharon contra la banda de mercaderes y funcionarios que se había adueñado de Buenos Aires para traficar esclavos.
Con este final feliz, termina para muchos de nuestros historiadores el asunto del contrabando, y también termina la crónica colonial de la primitiva ciudad de Buenos Aires. Tal es el caso de Héctor Adolfo Cordero, que cierra su libro El Primitivo Buenos Aires con la condena de Góngora, la absolución de Hernandarias, y la siguiente frase final: «La justicia había llegado». Un caso más reciente es el del mediático Felipe Pigna, que en Los Mitos de la Historia Argentina, primer tomo, dedica un capítulo al Buenos Aires colonial.¡Que también termina en 1624 con las sentencias de Salazar! De 1624, Pigna salta en un siguiente capítulo al Buenos Aires de 1806 para referirse a las Invasiones Inglesas, y luego dedica varios capítulos a la Revolución de Mayo y sus protagonistas. ¡Quiere decir entonces que para Pigna (y para tantos otros) no ha pasado nada notable en Buenos Aires ni en el país durante 180 años! Es increíble, ¿no? El período colonial, a pesar de ser extenso y determinante, ocupa muy poco a la mayoría de los historiadores. Y además -salvo honrosas excepciones- se lo maltrata. Porque este final feliz de 1624 donde Hernandarias y los «beneméritos» se imponen a la banda de contrabandistas, es un final ilusorio, un corte caprichoso de la historia. Deja la sensación al lector de que «la justicia había llegado» para quedarse. No era así. Veamos qué pasó después. Años 1624-1627. Salazar entrega la gobernación del Río de la Plata a Francisco de Céspedes en septiembre de 1624. Mientras tanto, en el marco de la guerra de Flandes, los holandeses atacan y toman el puerto de Bahía con una fuerza de 5000 soldados y una flota de 36 barcos artillados. Corre el rumor de que semejante escuadra no recalará en Bahía sino que irá a Río de Janeiro, luego a Buenos Aires, y después a Chile y Perú, para cortar todas las rutas de la plata desde Potosí hacia España.
El peligro de una invasión ocupa los primeros años del gobierno de Céspedes. Se hacen obras de defensa en la costa, y llega a Buenos Aires el refuerzo de una tropa santafesina que es albergada por los propios vecinos. Para sumar recursos y restar diferencias, Céspedes hace concesiones: abre el puerto y permite cierto contrabando.
No hay invasión pero sí codicia por parte de los «confederados». Crece el tráfico de esclavos, los puertos clandestinos, las coimas, la usura, y los fraudes a la Real Hacienda. En agosto de 1627 Céspedes decide tomar el toro por las astas: arresta a Juan Vergara, el poderoso contrabandista dueño de media aldea. Nadie, salvo Hernandarias, se había atrevido a tanto. La aldea entra en ebullición. El obispo Pedro Carranza, que es primo de Vergara, lo saca de la cárcel rompiendo una puerta a hachazos. Le da refugio en la Catedral. El gobernador hace formar un regimiento en la Plaza Mayor para recuperar al reo, pero el obispo Carranza excomulga a Céspedes y la tropa se dispersa.
Año 1628. Céspedes, el primer gobernador excomulgado del Río de la Plata, vaga por las afueras de la aldea en solitario. No puede gobernar. Nadie debe relacionarse o servir a un excomulgado. Céspedes espera un correo del rey antes de volver a España. La aldea está fuera de control.
El 1° de marzo de 1628 Hernandarias entra en Buenos Aires precedido por su enorme prestigio y con la tropa santafesina que ya había estado para la defensa. Ha sido nombrado juez pesquisidor por la Real Audiencia de Charcas, y tiene poderes para hacer gobierno. Hernandarias convoca de inmediato un cabildo abierto que resuelve restituir a Céspedes. Como juez pesquisidor, manda apresar otra vez a Juan Vergara y hace comparecer al obispo Carranza. Lo acusa de violar una cárcel del rey y subvertir el orden público. Carranza, abrumado, quita la excomunión a Céspedes. La aldea vuelve a estar bajo control. Y Hernandarias vuelve a Santa Fe, llevándose consigo a Vergara (su enemigo de veinte años) para que sea juzgado en Charcas. (Este también hubiera sido un buen final feliz para clausurar el tema).
Tras la muerte de Góngora, las sentencias de Salazar, y el arresto de Vergara, el último jefe absoluto y articulador del contrabando en el Río de la Plata, cabía esperar la disolución de la banda «confederada». No ocurrió eso.
Ocurrió algo desgraciado y fundamental para nosotros, los actuales vecinos de Buenos Aires y ciudadanos argentinos en general. La banda criminal de «confederados», había desarrollado entre sí fuertes relaciones económicas y sólidos vínculos de parentesco a lo largo de veinte años, había formado un molde. Ausente Vergara, el molde reprodujo a su sucesor. La banda ya era una matriz, un organismo social capaz de reproducirse a sí mismo y crecer. La matriz generó más contrabandistas, usureros, traficantes de esclavos, asesinos, abogados chicaneros, intrigantes, coimeros, mentirosos, ladrones de guante blanco, estafadores, militares y funcionarios corruptos, estancieros, curas taimados, mercaderes, corsarios, negociadores, banqueros, traidores, tahúres, depravados, proxenetas… Y ése fue el origen exacto de nuestra clase dirigente (elite, oligarquía, burguesía nacional, clase dominante, o como quiera llamársela). Nuestra clase dirigente desciende de Vergara.
Años 1630-1631. Los últimos años del gobierno de Céspedes ocurren sin problemas con los «confederados». Parece haber un pacto. Céspedes sólo quiere terminar su mandato decorosamente. Y la matriz mafiosa opera fuera de la aldea. El negocio del tráfico negrero se diversifica y complementa con la apropiación de tierras. Las primeras estancias aparecen en las orillas de ríos navegables porque sirven de puertos clandestinos para el arribo de esclavos. Son lugares de vivienda y manutención de esclavos, estancias: lugares de permanencia temporal de los esclavos hasta trasladarlos para su venta. En uno de estos campos, perteneciente a Bernabé González Filiano, ocurre el «milagro» de la Inmaculada Concepción en 1630.
En enero de 1631 vuelve a Buenos Aires Juan Vergara, escapado de una cárcel por coimas y amparado después en una amnistía general de delitos. La matriz mafiosa se hace poderosa. Las estancias crecen gracias al trabajo esclavo y desplazan en la economía de la aldea a las chacras de los campesinos criollos «beneméritos». No se puede competir con la mano de obra esclava, observa el historiador Juan Agustín García. Aumenta la desigualdad. Buenos Aires es un contraste de riqueza y pobreza. Un lugar de exclusión. Muchos campesinos criollos pierden sus chacras y sus casas en la aldea, son los primeros marginales: peones de ocasión, troperos… Habitan entre la aldea y las tolderías indígenas: son los primeros gauchos.
El 21 de diciembre de 1631 muere el criollo Hernandarias. Fue descubridor, fundador, cuatro veces gobernador de estas tierras, y un soñador: quería la integración social y la autonomía económica de la república. Los esqueletos de Hernandarias y su esposa están hoy en exhibición pública en Santa Fe, como si se tratara de animales o fósiles extraños, como si todavía hoy, a más de trescientos años, los enemigos de aquel sueño estuvieran presentes.
Años 1632-1635. En la navidad de 1631 asume el gobierno del Río de la Plata, Pedro Esteban Dávila. Se trata de un militar de carrera que trae dos misiones: proveer a la defensa de Buenos Aires (esta vez los holandeses han invadido Pernambuco) y construir un presidio. Las obras comienzan de inmediato en el Fuerte. El presidio cumple dos funciones: represión y contención para sostener la tremenda desigualdad social, y -lo que es más importante para España- centro de reclutamiento en caso de invasión.
Aparte de las misiones, el nuevo gobernador trae sus apetitos personales. Dávila hace un pacto innominado con Juan Vergara, Sebastián Orduña, Pedro de Rojas Acevedo, Marcos Sequeyra, y Pedro Sánchez Garzón (todos ellos miembros de la matriz mafiosa). Dávila provee la seguridad y el orden, distribuye tierras y cargos públicos, a cambio de su participación en el contrabando negrero. Los esclavos llegan por los puertos clandestinos, hacen «invernada» en las estancias, y parten a Potosí por una ruta alternativa, sorteando la aduana de Córdoba. No hay registros, todo ocurre con absoluta impunidad. En 1635 Dávila inaugura las obras encomendadas. Buenos Aires se constituye en fortaleza y presidio.
Después de encender algunas lámparas en la oscuridad de los cien primeros años de Buenos Aires, uno entiende muchas cosas. De entonces, y de ahora. También entiende por qué la historia oficial, escrita, encargada, o difundida por nuestra clase dirigente, ha ocultado o tergiversado el período colonial. Un solo ejemplo: Félix Luna -actual académico de historia- en su libro La Cultura en Tiempos de la Colonia (1536-1810), editado para La Nación S.A., por Ed. Planeta, año 2003, página 57, confunde los conceptos elementales de «beneméritos» y «confederados», desconcierta al lector, y lo hace dos veces en la misma página. Hay otros horrores. Hay también honrosas excepciones.
Hace más de un siglo Juan Agustín García escribe La Ciudad Indiana, una obra ejemplar del período colonial que abre un campo historiográfico. Luego llega Raúl A. Molina con sus trabajos sobre Hernandarias y el impresionante Diccionario Biográfico de Buenos Aires (1580-1720), una obra fundamental del período, editada por la Academia Nacional de Historia. Llegan Vicente Sierra y José María Rosa, con sus importantes obras de Historia Argentina. Y llega Rodolfo González Lebrero con su libro La Pequeña Aldea (Sociedad y economía en Buenos Aires) (1580-1640). A todos ellos les agradezco por ayudarme a encender las lámparas.