“Mostrar la violencia sistémica es distribuir responsabilidades”

por Maia Kiszkiewicz

El ruido de la reja. Olor a orina. Unas cuantas camas de cemento. La muerte de un alumno. De otro chico. Sus nombres: Lucas Simone, Diego Borjas…
Verónica Velásquez, también conocida como Veroka, vivía y anotaba. Sus cuadernos de crónicas manuscritas se volvieron, desde 2011, testigos de la desidia, el dolor y la negligencia que sintió durante y después de coordinar talleres en institutos de menores. Espacios que hasta 2016 dependían de Nación, luego pasaron a manos de Ciudad.
Los trazos en el papel eran una herida abierta, la huella de lo que la artista se resistía a naturalizar. “Me había involucrado un montón -cuenta Veroka, quien transitó el activismo gráfico y callejero, estudió cine en Cuba y cursa la Licenciatura en Comunicación Social en el Instituto Universitario Nacional de Derechos Humanos Madres de Plaza de Mayo-. Y me dí cuenta de que con los chicos ni siquiera estaba pudiendo hacer el proceso de crear una imagen, sino que estaba tratando de tapar todo con un poco de pintura. Era imposible”.
Fue al Rocca, en Monte Castro, al Belgrano, en Balvanera, y al Agote, que estaba en Palermo. Las condiciones habitacionales se repetían. Por eso Veroka decidió pasar del registro íntimo y escrito, a lo público: hacer una película. “Si no la hacía iba a empezar a vivir la impotencia, que era como empezar a morir”, cuenta. Entonces habló con Micol Metzner, fotógrafa, y Mónica Bonavia, fotógrafa y audiovisualista, con quienes formaba -y forma- la Productora MVM-Producciones Audiovisuales, y acordaron que aunque no tenían idea de cómo hacer un largometraje, lo iban a intentar. “Gracias a ellas se hizo la película”, agradece Veroka.
Con la experiencia que tenían por haber grabado videoclips y cortos, se aventuraron en la realización de un teaser que en tres escenas mostraba la temática, la estética, las personas y lo que sucedía. Lograron armarlo y con eso ganaron un festival, lo que resultó un impulso clave. “Después empezamos a planificar la producción del material para mostrar el funcionamiento de las cosas. Ayudó conseguir El Infierno, ex centro clandestino de detención de Avellaneda, para grabar, y avanzamos con el proyecto. El 80% de lo que sucede en los institutos es increíble. Hay una violencia sistémica descomunal y una infantilización que traspasa lo absurdo”, explica Veroka, ya directora de Oíd Mortales, film disponible en Cine.ar. “Hicimos esta película para romper el paradigma de que los pibes son un peligro. Queremos que la sociedad dé el debate. Acá y en todos los lugares adonde llevemos la película: comedores, escuelas, festivales, universidades”.

Oíd Mortales está disponible para el público desde 2021, ¿cuánto tiempo llevó la creación?

La película es parte de un proceso largo que comenzó en 2011, la primera vez que entré a un instituto. Empecé muy inocente, creía que el arte salva, sana… Y después el sistema penitenciario, el Estado, la miseria humana, edilicia, la violencia, las injusticias, te pasan por arriba.
A la vez, la realización nos cambió la vida, la manera de mirar el cine, la forma de vincularnos. Atravesamos una instancia, que es el sistema penitenciario para menores. Trabajamos con ellos. Y desde ese lugar entra un toque de luz que permite que todos y todas podamos salir por la tangente y crear otra cosa con la experiencia.

Crear otra cosa, ¿un cambio social?

Ya no comulgo con el discurso de que el arte sana, transforma. Es muy hegemónico. En realidad, sí, puede socavar algunos lugares donde nada se mueve. Es una especie de tortura, la gotita que de a poco les obliga a moverse. Porque si no es de manera colectiva, el arte no sana. Tal vez, como experiencia individual puede sanar, ser un entretenimiento y un montón de cosas. Yo pienso cuando dibujo, eso me hace entender. Encuentro mucho cuando pongo en imagen. Esto lo laburé bastante con los chicos dentro de los institutos, el pensar qué se va a hacer, proyectar -algo que por lo general no pasa ahí dentro-.
Pero hay cosas que aún así no cambian: la reja que no se abre, la seguridad, los pibes que vienen drogados, que los cagan a palos, que alguno se muere… Es un montón. El discurso liviano se desintegra.
La búsqueda es pensar en conjunto para crear algo colectivo. Esa instancia.
Me acuerdo de situaciones en las que acompañé a madres, pibes, familias. Venían con mucho dolor. Y cuando pintaban o muraleaban, de alguna manera ese peso se aliviaba. Eso sucede cuando uno crea y, sobre todo, cuando lo hace de forma colectiva. Y es más interesante que el arte por el arte en sí mismo. Nosotras logramos instalar el taller porque no miramos a los chicos como si fuéramos la institución, sino como pares. Ellos con experiencias que nosotras no teníamos y nosotras con otras, que ellos no tenían. Desde ahí se hace posible un intercambio. Aprendí mucho de ellos, de estar ahí, de la violencia, y del arte.

Esto se refleja en la película, pero también en la realización donde trabajaron con personas que estuvieron en los institutos, privadas de su libertad.

Decidí contar mi experiencia como docente ahí adentro y cómo son los pibes en cuanto al vínculo conmigo. Pero no hablar de ellos. Entonces le propusimos a Dani que cuente toda esa parte que no estaba y que yo no iba a poner. Él hizo todo lo que quiso, y cómo quiso. Son todas situaciones verídicas.

Dani  es el coguionista, ¿lo conocieron dando talleres?

Micole daba talleres en el Belgrano. Una vez la fui a reemplazar y ahí conocí a Dani. Él ya tenía un vínculo con Mico, y cuando empezamos a hacer el guion supimos que saldría en libertad y le propusimos que escribiera cómo es estar adentro.
También fue un poco seguir, con él, un proceso de taller por afuera. Porque los pibes quieren salir en libertad y, cuando lo hacen, no hay un afuera. Quieren hacer, como dicen, las cosas bien, conseguir un trabajo, ayudar a su mamá. Pero cuando cruzan la puerta se les cae el discurso. No lo pueden poner en práctica.

Hay denuncias pero las cosas aún suceden

Una vez estaba afuera charlando con uno de los pibes que ya es grande, porque a algunos los sigo viendo, y me preguntó si creo que a alguien le importa si ellos se mueren. Lo miré a los ojos y le dije que no.
El otro día se estaban manifestando los trabajadores de los institutos de menores por las cosas que suceden. Esto siempre sucedió. Cuando entré a trabajar en 2011, ya pasaba. El desafío es no naturalizar la violencia cotidiana, la muerte.
Cuando vamos a lugares en los que hay adolescentes en conflicto con la ley, les digo que todo bien, nosotros vamos, hacemos una actividad, estamos, la pasamos piola, tomamos café. Pero ellos se tienen que poner la camiseta 10 con sus vidas, pelear por torcer el timón de su historia. Porque sino no lo va a hacer nadie.

Pero hay acciones, como hacer una película…

La peli me llevó a festivales de cine, y ése es un espacio re piola para dar una discusión. Sobre todo para pensar qué hacemos con nuestro cine, qué queremos que pase con nuestras películas. Con el trabajo descomunal que conlleva, sobre todo si es independiente. No es para que se pase en una sala de cine y nada más, por lo menos no es el caso de Oíd mortales. El cine puede ser una herramienta política de la hostia, pero también se puede desviar este objetivo y convertirse en mero entretenimiento.

Foto de portada: Micol Metzner

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