Relatos amazónicos

por Marcelo Valko

Estoy en Porto Velho, profundo corazón de la Amazonía. Mis libros suelen llevarme de viaje, esta vez me trajeron al corazón de la amazonia, a miles de kilómetros de casa, para cumplir con la invitación de la Universidad Federal de Rondonia y brindar un seminario sobre Desmemoria y su siniestro rol como madrastra de la historia oficial, debí tomar tres aviones. Obvio, no hay nada directo desde Buenos Aires. Me mandaron pasajes de la aerolínea GOL, enviaron un primer tramo al inmenso aeropuerto de Guarulhos en San Pablo, el siguiente a Brasilia y de allí el último vuelo me dejó en Porto Velho a orillas del río Madeira. Durante el viaje, observé por la ventanilla enormes claros desforestados en favor de la soja transgénica facilitados por la demencia capitalista, de la cual Bolsonaro fue un empleado meritorio. Nada es más frágil que el suelo de la selva. Imposible no traer a colación los desplazamientos territoriales que realizaban los tupi-guaraníes para permitir la recuperación de zonas y suelos agotados o lo que Josué de Castro escribió en Geografia da Fome: o dilema brasileiro. Es una tragedia que la realidad se subordine a las leyes de la rentabilidad que dicta el mercado en detrimento del planeta. Cuando descendí por fin del avión en Porto Velho estaba cansado, desde mi salida de aeroparque, los tres tramos más más esperas en las distintas escalas, sobre todo en San Pablo totalizaban 11 horas. Pero quien te quita lo bailado… En el aeropuerto me aguardaba el profesor Martins, también eximio poeta, que muy sonriente tomó mi mochila y fuimos hasta su auto y de ahí al hotel donde me alojaría cuatro días. A las ocho de la mañana, el calor húmedo y agobiante se hace notar y me retrotrae a los años de mi niñez en Paraguay. Un siglo atrás, esta tierra virgen comenzó a ser violentada por caucheros y garimpeiros, desalmados buscadores de oro que imponían su ley de codicia a cualquier costo.

Martins fue un anfitrión de primera, llevándome a conocer distintos puntos de la zona. Recuerdo que una noche fuimos a cenar a un restorán desde donde se escuchaba el rumor del río y los sonidos nocturnos. Nos sirvieron una “picada amazónica” consistente en unos bollitos de un exquisito pescado frito con infinidad de cervezas. El campus de la Universidad Federal de Rondonia (UNIR) es inmenso y moderno, todos se ocuparon de hacerme sentir muy bien, realmente les resultaría curioso tener por allí a un profesor argentino que venía a hablar sobre genocidio indígena y afro.

Esta crónica la escribí el ultimo día, pude hacerlo en la habitación, amplia, confortable y con un óptimo escritorio, pero opté por evadir el aire acondicionado del interior del Rondon Palace y me instalé bajo un quincho junto a una piscina del hotel como una manera de ambientar el texto al lugar. La hotelería brasilera, en general, es muy buena y este caso no era la excepción. Lo que ofrecen en el desayuno impacta por la variedad y contundencia. No hay nadie más en este sector del quincho, estoy descalzo. El calor no solo se siente, sino que también se percibe, se mastica, invade con su luminosidad la mañana y se aprecia en la exuberancia de las plantas ornamentales del lugar y en las pieles de las estudiantes que se alojan en el hotel y pasean su hermosura con el mismo desenfado de aquella famosa garota de Ipanema. Numerosos colegas de la UNIR, nacidos y criados en esta ciudad, me cuentan asombrados que no recuerdan cómo vivían antes del aire acondicionado: “não me lembro como era a vida antes do ar condicionado”. No es una ola de calor de un par semanas sino constante y como suele decirse “sin una gota de viento”. Claro que los habitantes de la infinidad de casitas de madera que observé en la barranca de la ribera durante los paseos a los que me llevaron nunca tuvieron, tienen ni tendrán esa disyuntiva en su memoria.

El Madeira impresiona por su caudal, y eso que aún no comenzó la temporada de lluvias. Su torrente es una suerte de sangre nutricional de la selva que se transforma en progenitora hasta del mismo Dios de los cielos, no en vano rio arriba su cauce fue bautizado Mae de Deus, un nombre sugestivo que evoca más que al comienzo de un río al nacimiento del mundo. Afortunadamente en la margen contraria que enfrenta a la ciudad, la vegetación permanece casi intacta y ofrece un sinfín de tonalidades que impactarían al mismo Lorca obligándole a reescribir su “verde que te quiero verde” para hacerlo aun más verde. Varios de esos barcos blancos de dos o tres cubiertas superpuestas que se ven en las películas del trópico y que transportan todo lo que se les ocurra a sus pasajeros, están atracados debajo de la barranca en un pequeño muelle y me recuerdan tomas de Werner Herzog en Fitzcarraldo con el endemoniado Klaus Kinski. Le digo al profesor Martins que me había llevado hasta allí, que me gustaría descender la pendiente y llegar hasta las embarcaciones. Me dice que no hay problema, pero que él me espera en el auto con el aire. Me toma un par de fotos con su cámara y se refugia en el coche. Es mediodía y el calor cae de plomo. También padezco ese solazo masticable pero las embarcaciones allí abajo en el Madeira son una tentación. Claro, que hay diferencias con el barco de Herzog, varios cuentan con antenas parabólicas de recepción satelital, algunos son de paseo y uno es un restorán que muestra una imagen de un pescado rodeado de papas fritas. Algunas mujeres lavan ropa en la orilla al rayo del sol me miran extrañadas, no se ve a nadie más. La actividad de esas embarcaciones comienza al atardecer hasta entrada la noche. Respiro la humedad de la selva y pienso que lejos y atrás en el tiempo queda mi casa porteña.

Mientras escribo, una empleada comienza a limpiar entre las mesas y quiebra la abstracción del relato, el Madeira se desvanece y me regresa al quincho de la piscina del hotel. Le pregunto si molesto, con una amplia sonrisa responde que me despreocupe fique a vontade (está en su casa). Le devuelvo la sonrisa. Es constante la amabilidad en el trato de las pequeñas cosas que me obliga a reflexionar con pena sobre todo lo que nos quitó la vorágine de Buenos Aires.

Me cuentan que los primeros destacamentos militares destinados a Rondonia, padecieron este destino como si los hubieran condenado al infierno. Y aunque los soldados junto a los caucheros y garimpeiros exterminaron prácticamente a los indígenas, la naturaleza tomó revancha y acabó con infinidad de uniformados. Comentan que las mujeres de los militares enloquecían. El calor aplastante, más aún dentro de los ropajes de sus vestidos, las condenaba a un quietismo desesperante. No tenían voluntad de nada. La noche por otra parte, no brinda el descanso esperado. Rodeadas de nubes de insectos, la tela del mosquitero que cubría las camas creaba un ambiente aún más sofocante y opresivo. Las sábanas empapadas de sudor se pegaban a los cuerpos. Muchas, entregadas a la desesperación buscaron la paz del suicidio.

Existen aún restos de un ferrocarril que traía madera desde lo profundo de la selva, vi algunos tramos sepultados por una cerrada cortina vegetal que me invita a soñar con exploraciones en busca de civilizaciones extintas como la Ciudad Z que engulló al enceguecido coronel Percy Fawcett y a tantos conquistadores que dejaron sus huesos buscando el País de las Amazonas. Aseguran que su construcción consumió las vidas de tal cantidad de trabajadores que cada durmiente representa al menos un muerto. Las salvajes condiciones laborales y la malaria acabaron con miles de ellos. La historia parece esforzarse siempre por mostrar el mismo feo rostro en nuestros países dando la razón al poeta León Felipe cuando dice “quien lee diez siglos de historia y no la cierra al ver siempre las mismas cosas con distinta fecha”. Sin embargo, como acotaría Neruda “a los lejos alguien canta, a lo lejos”, y es cierto, aunque quizás no tan lejos, porque unas mesas más allá de donde estoy escribiendo en una notebook que me facilitó un colega de la UNIR, acaba de instalarse un grupo de estudiantes alojados en el hotel que anoche asistieron a mi conferencia. Comienzan a cantar acompañados de una guitarra mientras el corrector de la PC brasilera, me interrumpe marcando infinidad de errores que mi incapacidad informática no logra evitar.

Dos chicas que tal vez ignoraban que el hotel tenía piscina o quizás no querían ir hasta su habitación a ponerse la malla, se tiran al agua en short y remera. Nadie les dice nada. El resto canta un rap tan veloz y cerrado que me cuesta pescar el sentido. Ayer un profesor aseguró que, al lado de la cadencia musical del portugués, el español resulta duro, rígido, helado. No tengo elementos lingüísticos para avalar o contradecir su juicio, todos los idiomas tienen lo suyo, pero sin duda advierto la cadencia y sensualidad del portugués. Es melodioso, con una tonalidad suave, con la ondulación cálida de un caminar femenino. Las chicas salen de la piscina chorreando agua y se suman al coro alegre de los cantantes del rap. Como me ven escribiendo en mi mesita, solo como loco malo, uno de los estudiantes se acerca y me pregunta si sus cantos me molestan. Les respondo que no, de ninguna manera, ¡claro que no! Regresa satisfecho al grupo, que ahora canta con más fuerzas y me envían una sonrisa cómplice.

Parece mentira que mañana a esta hora, mientras las plantas que adornan este quincho sigan creciendo en medio de una humedad fantástica que las nutre y acaricia y mientras estos estudiantes u otros, sigan acompañando con su alegría procesos de justicia y rescate de la memoria que fue tergiversada por las elites de aquí y allá, mi tercer avión estará próximo a regresarme a Buenos Aires. Es lento, pero viene…

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