VAS a Toledo

Parte II

por Gabriel Luna

Tal vez una ciudad milenaria, además del conjunto urbano que evoca sus diversas épocas, también sea las historias de las personas que atraviesan y atravesaron sus calles. María Pacheco fue una de ellas, y su historia sucedió y sigue sucediendo en nuestros días con diversos protagonistas desde hace 500 años.
María Pacheco era hija de Iñigo López Mendoza, el conquistador de Granada, y pariente de Pedro Mendoza, paje de Carlos I y futuro adelantado del Río de la Plata. Tuvo una educación renacentista en la corte de su padre en Granada, aprendió letras, latín, griego, historia, geografía y hasta matemáticas. Se casó a los 15 con Juan Padilla, un noble toledano pero de condición bastante inferior a la suya, y cuando nombran a Padilla capitán de gentes de armas, el matrimonio se radica en Toledo. Aquí María Pacheco abraza la causa de las Comunidades toledanas, que era como abrazar la causa de la burguesía en pleno régimen absolutista, e instiga y convence a su marido de participar en la lucha contra la monarquía. En abril de 1520 crece la revuelta en Toledo. En mayo, Juan Padilla extiende la subversión a Madrid, a Segovia, a toda la meseta castellana. Y en junio organiza las milicias toledanas, madrileñas y segovianas, y hace una Junta en la ciudad de Ávila, para después avanzar contra el ejército realista. Crece el ejército comunero, se ratifican como líderes, además de Juan Padilla, un noble llamado Pedro Girón, y un cura: el obispo Antonio Acuña, de la ciudad de Zamora que, -en rebeldía contra el poder eclesiástico monárquico- encabeza una milicia de sacerdotes.


El obispo comunero Acuña fue otra persona notable que atravesó las calles de Toledo. Al llegar a la plaza Zocodover, feria y lugar de acontecimientos, lo aclama una multitud que lo lleva en andas por la actual calle Comercio hasta la Catedral, donde es ungido arzobispo. Y el domingo 31 de marzo de 1521 el arzobispo Acuña celebra las pascuas alistando hombres -de 15 a 60 años- para pelear contra el rey y contra las fuerzas del poder eclesiástico. El 12 de abril los realistas atacan y queman la localidad de Mora, 30 kilómetros al sur de Toledo. Y Acuña al mando de sus tropas -ya de 1.500 hombres- acude a darles batalla.
Por otra parte, al norte de Toledo, las tropas comuneras de Juan Padilla continúan en el castillo de Torrelobatón, que han tomado tras un asedio de tres días. Las cosas parecen favorables a la revolución. Sin embargo, en el conjunto de la guerra, la relación de fuerzas crece a favor de la monarquía. En concreto, las fuerzas realistas al mando del condestable Íñigo Velasco y Mendoza (¡pariente de María Pacheco!) ya suman 6.600 infantes y 2.400 montados, que duplican los efectivos rebeldes. Juan Padilla decide entonces abandonar Torrelobatón y unirse a otras fuerzas comuneras para hacerles frente. Pero no es una buena decisión. La caballería enemiga los sorprende cerca del pueblo de Villalar. La batalla ocurre entre la lluvia -sin armas de fuego- y acaba con el triunfo de los realistas, más de mil bajas y cientos de prisioneros. Entre éstos, los líderes del movimiento: Juan Padilla -de Toledo-, Juan Bravo -de Segovia-, y Francisco Maldonado -de Salamanca-, que son decapitados en la plaza de Villalar el 24 de abril de 1521. Así acaba esa revolución contra el absolutismo, salvo en Toledo donde los comuneros resistirán unos meses más al mando de María Pacheco, quien será llamada, por su carisma y tenacidad, La Leona de Castilla. Su historia se multiplicará en el tiempo.

Carlos I se establece con sus ministros y séquito precisamente en Toledo. Y el 21 de mayo de 1534 atraviesan las calles toledanas, personas con historias que llegarían hasta Buenos Aires. Un cortejo alegre vistiendo capas, calzas y sombreros emplumados, sale del Hospital de la Cruz rodeando y porteando una silla de manos; toma la calle -que hoy se llama Miguel Cervantes- y subiendo una escalinata cruza el Arco de la Sangre, una antigua puerta árabe de la Ciudad; llega entonces a la plaza Zocodover, donde hay tenderos, malabares, pájaros y monos africanos, y donde eventualmente se hacen las corridas de toros. El cortejo deambula entre los toldos de colores, los malabares, las mercancías, los amontonamientos, la furia impregnada de los toros, el público y los feriantes; dobla a la izquierda, sube por la cuesta del Alcázar, siempre porteando la silla, y entra al palacio imperial de las cuatro torres cuadradas -el sitio más alto de Toledo- por la fachada norte. Allí hay más escaleras, soldados de guardia, galerías y columnas que rodean un gran patio. El cortejo avanza por una galería alta con piso en damero y arcos de medio punto, y no aminora su marcha ni las risas, hasta que lo detienen los guardias.


Recién entonces desciende de la silla el caballero andaluz Pedro de Mendoza, quien es reconocido por los guardias y le franquean el paso. Mendoza entra a la sala imperial con parte de su cortejo. Allí Carlos I y Mendoza firman las capitulaciones, es decir, un contrato donde el soberano, según el cumplimiento de varias condiciones, nombra a Mendoza adelantado y le adjudica la gobernación y cuatro quintos del usufructo en una enorme franja de 400 leguas a la altura del Río de la Plata.
Se trataba de una expedición de 15 barcos, mucho mayor que las expediciones de Cortés y Pizarro, y era de suponer que traería más honores y riquezas que aquellas. Puede entenderse la alegría del cortejo de Mendoza.

Otra persona que atravesó las calles de Toledo y, que por sí solo y sin barcos, llenó al mundo de historias fue Miguel Cervantes, que tiene hoy su propia calle y estatua de cuerpo entero junto a los transeúntes, frente al Arco de la Sangre -justo por donde había pasado con la silla el cortejo de Mendoza-. Imaginemos que somos esos transeúntes. Pasemos bajo el Arco y atravesando la plaza Zocodover -pero sin doblar a la izquierda rumbo al Alcázar, como habían hecho los del cortejo- seguimos y encontramos la calle Comercio. Una calle estrecha, árabe y peatonal, de muchas tiendas para el turismo, con edificios de cuatro plantas, vidrieras -espadas en unas, mazapanes en otras-, toldos, balcones. Miramos como en un túnel. Y al fondo, a 300 metros, con la calle estrechándose todavía más por la distancia, vemos emerger como un gigante la torre de la Catedral. Caminamos hacia allá y llegamos a la plaza Cuatro Calles, donde estaba el Alcaná, un antiguo barrio comercial de sedas y paños. Aquí Cervantes ubica la inspiración de un libro, parece estar junto a nosotros, nos cuenta:
“Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con caracteres que conocí ser arábigos. Y puesto que aunque los conocía no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete. (…) La suerte me deparó uno, que, (…) poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y leyó un poco. (…) Cuando lo oí decir «Dulcinea del Toboso», quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote”.[1]

Y las historias, ideales o reales, se nos aparecen al atravesar las calles. Vienen de la época romana, de los concilios visigodos, de la cultura árabe, judía y castellana. Son historias múltiples, que conmueven, explican, dan vida. Las necesitamos. Y al invocarlas, aparecen. Toletum, Tolleto, Toledo, Toledo. Todo está aquí, en esta montaña de 23 siglos abrazada por el Tajo.

1. Tomado de “Don Quijote de la Mancha”, Primera parte, Capítulo IX.

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