La Otra Historia de Buenos Aires

Antecedentes
PARTE VI

por Gabriel Luna

El lunes 10 de agosto de 1519 zarpan cinco barcos negros, los cascos, jarcias y mástiles alquitranados, las velas desplegadas -entre blancas y ocres- estampadas con enormes cruces. Zarpan disparando salvas con cañones y bombardas, son barcos altos de proa y de popa, naos algo siniestras. Zarpa de Sevilla, del muelle de las Mulas, la flota de Magallanes. Los vecinos la miran entre asombros, de uno y otro lado del río, algunos agitan los brazos, un sombrero o un pañuelo, tienen miradas lánguidas: allí van los más valientes, parecen decir, o los locos, los que cruzarán tempestades, los que enfrentarán dragones y caníbales; los que se van por la gloria y el oro hasta el fin del mundo. Y los barcos pasan precisamente frente a la Torre del Oro1 -como si fuera un símbolo- con esa tripulación ambiciosa y guerrera, bendita en la víspera por la Virgen de la Victoria.
Las naos bajan por el Guadalquivir, un río de aguas turbias, ancho pero también sinuoso, de navegación difícil entre puentes en ruinas, marismas y barcos hundidos, que desembocará veinte leguas después -aproximadamente cien kilómetros- en el puerto Sanlúcar de Barrameda y en la Mar Océano, como se le decía antes al océano Atlántico. Van con pilotos diestros, mucha atención, midiendo continuamente la profundidad para no encallar en pantanos o bancos de arena. Navegan lento, a poca vela, para sortear los obstáculos, troncos, pilares de puentes o muelles, cascos de barcos, y fondean obligados por las noches, cuando ya no pueden ver.

A los seis días de travesía, se abre el espacio, cambia el aire, y cambia el agua de turbia a verde, de poco calado a profunda. Las naos están en la bahía de Cádiz y arribarán al puerto Sanlúcar. Están ya en la Mar Océano -que llaman así porque creían que abarcaba todo el globo terrestre- y la tripulación, todos, de grumetes a oficiales, miran arrobados esa masa verde e inconmensurable latiendo en olas, que les cambiará la vida.
Mientras tanto, ese mismo domingo 16 de agosto de 1519, pero a 1600 leguas de Cádiz, Hernán Cortés, después de asolar Yucatán, sembrar intrigas y hacer tratos espurios con los pueblos totonacas, también contempla la misma masa inconmensurable de Mar Océano hacia donde irá Magallanes, pero él no hará lo propio. Irá hacia la tierra. Alentado por Carlos I, el Consejo, y por su propia ambición; ha “quemado” las naves para evitar motines y deserciones, y ordena abandonar la costa para conquistar Tenochtitlán, el reino de la plata y el oro. Inicia ese domingo, tras breve oficio religioso frente al mar, la marcha hacia el interior del Imperio mexica, va con un ejército de 1300 guerreros totonacas, 200 indios de carga, 6 cañones, 400 infantes españoles y 15 oficiales de caballería.

La Flota de las Molucas arribó a Sanlúcar de Barrameda el 16 de agosto, explica el cronista Pigafetta, pero no llegó con el almirante Magallanes ni con los capitanes de las respectivas naos, sino que todos ellos llegaron juntos a Sanlúcar diez días después en una chalupa -que es mucho más ágil y rápida para bajar por el río que las naos-. ¿Han retrasado la partida definitiva por comodidad?, ¿por enderezar cuestiones entre ellos?, ¿por atender asuntos familiares?, ¿limar acuerdos en la Casa de Contratación?, Pigafetta no lo sabe.2 Mientras tanto la Flota se aprovisiona. La tripulación hace la estiba de día, va a los burdeles de noche, comulga por las mañanas en la iglesia de Barrameda. Y mira la Mar Océano siempre, aunque no la vea. La enorme masa verde de olas inquietas ya habita en ellos, aparece en la misa, durante la estiba y las comidas, entre las sábanas, es como una mujer fatal que pretenderán dominar para alcanzar la dicha.
Finalmente, con fuertes vientos del Este -propicios para dejar el Continente-, y tras confesar toda la tripulación, comulgar, y sin llevar mujer carnal a bordo, la Flota zarpa escenográficamente del puerto de Sanlúcar. A una orden simultánea de los pilotos, que incluye una oración a la Santísima Trinidad, los aprendices trepados a los palos sueltan los cabos de trinquetes, se despliegan las velas, los marineros levan anclas. Y las naos, una tras otra y con idéntica premura y distancia, se internan en la verde Mar Océano rumbo al Suroeste. Y van desapareciendo, según las ven los porteños sanluqueños, como si fueran una sola en el horizonte. Es 20 de septiembre, fin del verano de 1519.
La Flota navega día y noche, entre distintos vientos y falta de vientos, hace 300 leguas -aproximadamente 1500 kilómetros- y llega a la isla Tenerife en el archipiélago de Las Canarias, situada en los 28º de latitud septentrional, consigna prolijo Pigafetta, el día 26 de septiembre. Ya en tierra, el almirante Magallanes recibe dos noticias alarmantes. La primera es que el rey Manuel I ha despachado dos flotas de carabelas para prenderlo por traición y conducirlo engrillado a Lisboa. Procedimiento que no resulta extraño dado los intereses en juego; y además por los antecedentes, porque el padre de Manuel I también había despachado carabelas para interceptar a Colón. La segunda noticia viene en un comunicado secreto de su suegro Diego Barbosa, donde se le advierte que hay una confabulación entre sus capitanes españoles para despojarlo del mando y hasta de su vida, amotinándose en cuanto hubiera oportunidad; y se especifica que el líder de la conspiración es Juan Cartagena, el inspector general de la flota e hijo bastardo del obispo Fonseca, quien maneja -como se ha visto- los intereses de la Iglesia en las Indias.3
Magallanes no se sorprende, atento a los apremios y amenazas que sufrió en Sevilla por los agentes del rey Manuel y a las últimas reuniones en la Casa de Contratación -que retrasaron la partida-, donde el obispo Fonseca pretendía que su hijo Juan Cartagena (sin ningún mérito náutico) fuera nombrado co-almirante de la Flota. No se sorprende, pero toma medidas. Ordena el rápido abasto de alimentos, de brea para los barcos, y la pronta partida. También decide aumentar la disciplina y ejercer a pleno su autoridad, el alto mando, dado directamente por el rey. Y la Flota de las Molucas zarpa de Canarias rumbo al Sur la medianoche del 3 de octubre, casi inadvertida.

La estrategia de Magallanes es alejarse de los puertos donde pueda ser sorprendido y eludir las carabelas portuguesas. Aprovecha los vientos, y cuatro días después, tras recorrer 300 leguas, llega a la latitud de Cabo Verde. Está entre Dakar y Cabo Verde cuando ocurre algo inesperado para los capitanes que lo siguen: la nao del Almirante cambia a rumbo Sureste. En vez de ir al Oeste o al Suroeste, y cruzar el Atlántico como estaba previsto, Magallanes decide bordear la costa africana. Cartagena cuestiona la medida, pide una reunión con los capitanes, pero Magallanes es inflexible, él es el capitán general, el almirante de la Flota y debe hacerse lo que él ordena. El sistema de navegación es sencillo: las cuatro naos deben seguir a la nao del Almirante, en fila o en formación abierta, según convenga, y hacer las maniobras o aprestos que se indiquen desde la Trinidad, que así se llama la nao del Almirante. Al atardecer las naos se acercarán a la Trinidad para saludar y presentar informes. Durante la navegación nocturna seguirán la luz de un farol colgado en la popa de la Trinidad. Y las órdenes o advertencias de Magallanes también serán impartidas desde allí mediante un código de faroles.4
Desde Cabo Verde a los 14º 30’ de latitud septentrional, la Flota navegó con viento en popa cerca de la costa africana durante 15 días, consigna el cronista Antonio Pigafetta. Y da cuenta del paso por Senegal, por Guinea, y por frente a una montaña llamada Sierra Leona. Registra raras especies de pájaros, a las aves del paraíso, de colores vivos y largas colas; y a un enorme cardumen de peces voladores semejante a una isla que se mueve entre las olas. Y tras la bonanza llegó la tormenta de galernas y de vientos contrarios, consigna Pigafetta, donde fue preciso arriar todas las velas para evitar los vuelcos y los naufragios. No podíamos hacer fuegos ni comer caliente y teníamos que andar por la cubierta con sogas sujetas a los mástiles para no ser arrastrados a la mar, de donde nadie podría rescatarnos.
La Flota sin velas ni faroles, absolutamente negra, va a la deriva en el Golfo de Guinea, llevada por la tormenta hacia ninguna parte. Se mezclan los miedos, los infundios de Cartagena y sus aliados contra Magallanes, y la presunción de la muerte. Hasta que una noche, ya entrado el mes de noviembre, vimos el fuego de San Telmo en el palo mayor de la Trinidad, cuenta Pigafetta. Era una luz blanca, como las aureolas de los santos, que estuvo varias horas. La luz, como una esfera encaramada en el mástil, creció hasta casi cegarnos, parecía abarcar a todas las naos. Luego se apagó, y también se apagó la tormenta. Muchos colegimos que era la protección del Santo dirigida a la Flota y principalmente a nuestro Almirante, porque la luz se había encaramado en el palo mayor de su nao y después la tormenta había cesado, explica Pigafetta.5
Después de la tormenta, Magallanes ordena rumbo al Sur pero conforme se acercan al Ecuador los vientos disminuyen, la temperatura aumenta. A los pocos días las naves están al pairo, con las velas tendidas pero casi sin moverse. Esperan los vientos alisios para poner rumbo Suroeste y llegar a Brasil, ignoran que en la zona del Ecuador no hay alisios. Están al pairo, detenidos en medio del Atlántico, no saben bien en qué lugar, y tampoco por cuánto tiempo. Reparan -hasta donde pueden- las naos maltratadas por la tormenta. Los días pasan lentos, no hay más qué hacer. Y descubren en esa calma a unos peces enormes rondando los barcos. Eran como grandes perros marinos, describe Pigafetta, con mandíbulas de hasta cinco hileras de dientes terribles. Pescamos varios usando anzuelos de hierro, pero la carne no valía nada y la volvíamos al mar. Entonces ellos mismos la comían armando gran revuelo en el agua, tardaban un instante; con la misma facilidad podrían devorar a un hombre, concluye Pigafetta. Los días pasan. La Flota avanza poco. Los tiburones se van. Magallanes ordena racionar las provisiones. No es una medida popular, Cartagena y sus aliados aprovechan para hacer circular agravios contra el Almirante. Pero Magallanes no sufre mella, porque aún ostenta la fama de apagar tormentas, por aquello del fuego de San Telmo; y porque además se extiende una noticia que tapa todo, escandaliza, divierte, ofende, entretiene, horroriza, y saca del tedio a la tripulación.

En la nao Victoria, el maestre siciliano Antón Salomón ha sodomizado al grumete Antonio Genovés. La noticia era entonces muy grave porque el reino de España condenaba y castigaba duramente la homosexualidad; y la Iglesia todavía más, considerándola un pecado nefando. Pero en el mar, dadas las condiciones de vida, los capitanes solían olvidar las faltas o atenuar las penas. Sin embargo, no ocurre en este caso. Aunque la tripulación lleva más de un mes sin tocar puerto, aunque ha pasado por galernas, tormentas, y está ahora en la inopia, casi varada en medio del Atlántico, sin certeza de puerto y con racionamiento, Magallanes decide aplicar la ley católicamente. Tal vez porque la noticia se ha difundido mucho y el Almirante apuesta por mostrar una disciplina férrea para quebrar el armado de un posible motín. De modo que decide hacer un juicio sumario, donde él mismo se nombra juez y jurado. El caso resulta claro: el oficial y el grumete han sido encontrados in fraganti. Magallanes absuelve al grumete Antonio Genovés, considerándolo víctima y, aplicando todo el rigor de la ley, condena a muerte por estrangulamiento al maestre Antón Salomón. Pena que será cumplida en Río de Janeiro.
No obstante la sentencia, Cartagena y sus aliados siguen mostrando hostilidad, diseminando cierta xenofobia, críticas y malestares, en particular Cartagena. Magallanes prepara entonces una reunión de capitanes -la solicitada hace tiempo por Cartagena- (para zanjar las diferencias o profundizarlas). Asisten Quesada, capitán de la nao Concepción, Mendoza, de la Victoria, Cartagena, capitán de la San Antonio, y Serrano, de la Santiago, que es portugués y no forma parte de la conspiración.
La reunión tiene lugar en el camarote y despacho del Almirante. Cartagena reprocha a Magallanes el rumbo insólito y peligroso por la costa africana, las consecuentes galernas y tormentas, y la calma chicha actual que los tiene al pairo y sin provisiones. Magallanes hubiera podido informar de la persecución de las dos flotas portuguesas y explicar que la ruta tomada había sido la más rápida para alejarse de Canarias y también la mejor para desorientar a los perseguidores, que debieron suponer que encontrarían la Flota de las Molucas en la ruta del Suroeste. Magallanes podría haber dado estas razones pero no lo hace. Y Cartagena interpreta el silencio como un otorgamiento y acierto propio, y continúa entusiasta, lanzado. Dice que el Almirante está en realidad bajo las órdenes del rey de Portugal Manuel I y tiene por misión hacer fracasar la expedición española. Magallanes tampoco dice nada. Entonces Cartagena, envalentonado y eufórico, dice que ya no recibirá las órdenes del Almirante. Magallanes sonríe y hace sonar una campana en su escritorio. Entra de inmediato al despacho, Gómez Espinoza, el alguacil de la Trinidad, seguido por Duarte Barbosa y Cristóbal Rebelo (familiares de Magallanes), todos con espada en mano. Y al momento el Almirante empuja a Cartagena, lo sienta, sujeta, y mirándolo a los ojos, dice: “En el nombre del rey, quedáis bajo arresto por encabezar un motín”. Cartagena (tal como debían haberlo preparado) ordena a los capitanes Quesada y Mendoza apuñalar a Magallanes, pero éstos no se mueven. Espinoza se lleva a Cartagena y lo encadena en la picota de cubierta, donde se castiga a los marineros. El motín ha terminado.
Otra vez Magallanes vuelve a oficiar de juez. Y releva a Juan Cartagena del mando de la San Antonio y lo confina en la Victoria. Podría haberlo condenado a muerte, por traición, motín, e intentar matar al Almirante -no había delito mayor en los códigos náuticos-. Sin embargo no lo hace, por las relaciones de Cartagena con la Iglesia y por temer encender la chispa de otra insurrección.
Pero se equivoca Magallanes en los dos juicios, en uno por exceso y en este por defecto, como se verá a continuación.

(Continuará…)

1. Una torre albarrana construida por los árabes en el siglo XIII para defender la ciudad de Sevilla.
2. Se sabe que Fernando Magallanes hizo testamento en Sevilla el 24 de agosto de 1519.
3. Ver La Otra Historia de Buenos Aires, Parte I – 4, Periódico VAS Nº 132.
4. Por ejemplo, cuando había cuatro faroles debían arriarse todas las velas.
5. Pigafetta se refiere por San Telmo a Pedro González Telmo, un sacerdote español del siglo XIII venerado como patrono de los marineros, todavía sin canonizar, y que da su nombre al tradicional barrio de Buenos Aires.
En cuanto a los fuegos y la aureola de luz, se trata de un fenómeno eléctrico de carga estática que se produce durante las tormentas y que desaparece con ellas; algo inexplicable para los marinos del siglo XVI, que atribuían la luz a una mediación celeste y protectora que evitaba los naufragios. No cesa la tormenta porque aparece la luz. Aparece la luz con la tormenta y se apaga cuando la tormenta se va.

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