La Otra Historia de Buenos Aires

 Antecedentes
PARTE XII

por Gabriel Luna

El 1º de marzo de 1520 la flota negra de Magallanes ha dejado Bahía Blanca y navega hacia el sur siguiendo la costa de la actual provincia de Buenos Aires, buscando empecinada el paso interoceánico, hasta llegar a la Bahía de San Blas. Allí hay un conjunto de islas pero ni señal del paso. El frío crece y también los vientos. Magallanes, atento a la experiencia isleña de Bahía Blanca -donde habían encontrado pingüinos que tomaron por sabrosos patos-, envía una chalupa con seis marineros a una de las islas para conseguir provisiones. No hay patos, pero encuentran algo todavía mejor. Lobos marinos. Animales fantásticos, pardos y con melenas leonadas -los machos-, de grandes dientes y colmillos, y de hasta 10 quintales (unos 450 kilos). Son bravíos y rápidos en las profundidades del mar, pero indefensos y lentos en tierra. De modo que aprovechando esa característica, los marineros rodean y atacan a garrotazos algunos ejemplares para procurar alimento a la flota. Y están tan ocupados en esa matanza, lejos de la chalupa, que no advierten la tormenta.

Los vientos y la marea alejan los barcos de la isla. Es imposible acercarse, nada se ve, truena y graniza. Los barcos vuelven recién a los dos días. Y parte un contingente a rescatar a los marineros, si es que no han muerto de frío. Encuentran la chalupa abandonada, temen lo peor, los llaman a gritos entre el paisaje desolado de rocas y barro. Y por fin los hallan, acurrucados entre los lobos que han matado y abierto para comer y protegerse del frío, sucios, inertes, malolientes, transformados en miedo, pero todavía vivos.

Tras el rescate y la estiba de carne marina, Magallanes ordena zarpar. Y los cinco navíos negros siguen la costa con rumbo sudoeste hacia lo desconocido y llegan a la desembocadura de un río llamado por los mapuches Curú Leufvú, cuya traducción literal es Río Negro.

Mientras tanto a 7100 kilómetros de allí, el 5 de marzo de 1520, una gran flota al mando de Pánfilo Narváez zarpa de Cuba hacia México. Narváez es el lugarteniente de Diego Velázquez, el gobernador de Cuba, y tiene la orden de arrestar a Hernán Cortés, de prenderlo vivo o muerto, por desobedecer al gobernador, al mismísimo rey, y decidir e iniciar una conquista por su cuenta y a beneficio propio, pero con los soldados y las armas del rey. Las naos (que doblan en número a las de Cortés) transportan caballos, cañones, arcabuces, municiones, ballestas, flechas, lanzas, adargas, a 900 soldados españoles (que doblan los de Cortés), y a un grupo de esclavos. El conjunto parece letal; pero es en realidad mucho más de lo que parece, y acabará decidiendo el destino de los mexicas, porque uno de los esclavos, Francisco Eguía, porta un arma biológica: tiene viruela.

Cuando las naos arriban a Cempoala, Veracruz, la ciudad donde Cortés pactó con los totonacas, Francisco Eguía -considerado el primer caso del virus en tierra azteca- manifiesta la enfermedad. Lo trasladan a la casa de una familia nativa. Al poco tiempo, todos los miembros de la familia enferman. Diez días después, la ciudad se convierte en hospital y cementerio. Y los que deciden mudarse, llevan consigo el virus.

Mientras tanto, a 7600 kilómetros de allí, la flota de Magallanes recorre la costa de la actual provincia de Rio Negro con el promisorio rumbo oeste, pero no hay paso. Llegan al actual balneario Las Grutas y otra vez la costa los lleva al sur, cada vez más lejos de Las Molucas. Y hay una tormenta, más recia que la anterior, que a punto está de hacer zozobrar a la nao Trinidad, amarrada cerca de unas rocas. La tormenta dura tres días y tres noches, hasta que aparecen en los mástiles los fuegos “milagrosos” de san Telmo, san Nicolás y santa Clara, tan invocados por la tripulación, sobre todo la Santa, la patrona de los ciegos que lleva una linterna para disipar las nieblas y las lluvias. Este fenómeno natural de carga estática y luminiscencia, que ocurría luego de las tormentas y no durante -para combatirlas, como suponían los marineros-, hechizaba a la tripulación, que se sentía protegida por los dioses y los santos.

La flota sigue la costa hacia el sur y llega a la actual provincia argentina de Chubut. Aumentan los vientos y el frío, disminuyen los días. Magallanes avizora una cala donde resguardarse en la ahora llamada península de Valdés. Y otra tormenta, más recia que la anterior, se cierne sobre la flota. Desmantela arboladuras, jardines y castillos de popa y proa. Las oraciones de la tripulación se elevan como un débil lamento entre los truenos y todo parece hundirse bajo los pliegues del mar, ya definitivamente, después de tantas tempestades a modo de advertencia. Pero los vientos ceden, aunque el cielo siga cruzado de rayos y relámpagos, aunque no hayan aparecido los fuegos de los santos. Hay calma. Y cuando vuelve la luz, las naves recomponen los castillos, jardines y arboladuras, y vuelven a izar las velas, empecinadas por el estrecho. Siguen la costa, van más al sur que al oeste, la costa es interminable. Una expedición que desembarca por provisiones fracasa porque encuentran otra tormenta.
La búsqueda del paso interoceánico ya no la imaginan como un camino hacia la riqueza, sino como una salida de las tormentas. Hallar el paso indica ahora sobrevivir, alimentarse, salir del frío y de los vientos. Nadie había estado antes en estas latitudes, y si había estado nunca volvió, razonaba entre rezos la tripulación. O encontraban el paso y corregían el rumbo, o perecerían. Pero también podría ocurrir, razonaban entre sí los capitanes Quesada y Mendoza, que no hubiera paso en absoluto, que las cosmografías de Magallanes fueran un embuste, y que yendo al sur, como seguían haciéndolo entre tormentas, llegaran finalmente al abismo del mundo, de donde nadie vuelve.

La flota negra de Magallanes alcanza la posición del actual puerto Comodoro Rivadavia, supera el paralelo 46º de latitud sur, entra en la zona de la actual provincia argentina de Santa Cruz. Llega a Caleta Olivia y sigue la costa hacia el este y luego al sur, hasta que la detiene una tormenta. Encuentran después una bahía y un río, donde se amparan y hacen reparaciones, que bautizan Bahía del Trabajo y se conoce hoy como Puerto Deseado.

Siguen los cinco barcos negros con el frío y la lluvia rumbo al suroeste, buscan el paso pero también un puerto propicio, porque Magallanes ha resuelto detenerse hasta pasar el invierno. Detenerse ellos, antes de que lo haga definitivamente otra tormenta. Y encuentran un lugar el 31 de marzo de 1520, en el paralelo 49º 18’ de latitud sur. Una bahía con forma de botella -13 kilómetros de largo por 5 en la parte más ancha- rodeada de acantilados, rocas marrones del período terciario, que tienen de 30 a 60 metros de altura, una barrera eficaz para los vientos. La llegada coincide con el sol y una nube de peces voladores que parecen darles la bienvenida. Llaman al lugar puerto San Julián, por lo hospitalario. El único inconveniente son las mareas, de hasta 10 metros, y las corrientes rápidas, que exigen un buen amarre de los barcos.

¿Pasarán el invierno en una botella? Los capitanes Mendoza, Quesada, y el ya anteriormente sublevado Cartagena (un hijo bastardo del intrigante obispo Fonseca) urden un motín desde las naos Concepción y Victoria. La expedición es demencial, ya se ve que no hay paso y acabarán en el abismo del Mundo, vaticinan, o tragados por esos enormes monstruos del tamaño de los barcos, que han visto y decidido no divulgar. El Almirante no sólo es lunático sino súbdito de Manuel I y lleva a sabiendas esta expedición al fracaso, para consolidar la ruta portuguesa a las Indias por el oriente. Razonan. Es menester tomar el control, y volver con la flota a España antes de perecer. ¡Que ya se ha visto que por aquí no hay paso! Concluyen.
El 1º de abril de 1520 coincide con el Domingo de Ramos, inicio de la Pascua cristiana. Magallanes, al disponer la celebración de una misa en un islote, advierte la ausencia de tres capitanes y cierta tensión en algunos oficiales. De vuelta en la nave insignia, la Trinidad, brinda un almuerzo regado con vino, detalla la misión encomendada por el rey, renueva los votos de la tripulación, y entrevista a cada uno para asegurarse de las lealtades.

Al anochecer del 1º de abril, una chalupa parte de la nao Concepción a la San Antonio. Quesada, Elcano y Cartagena abordan la San Antonio, irrumpen en la cabina del capitán Mesquita y lo reducen. Hay un revuelo entre los oficiales, se opone el maestre Elorriaga y Quesada le planta cuatro puñaladas dejándolo moribundo. Poco después, a una seña de Elcano, abordan la San Antonio veinte hombres armados que aguardaban en la chalupa y toman el barco. Antonio de Coca, el contable de la flota nombrado por el obispo Fonseca, se une a los insurgentes.

El 2 de abril por la mañana, Magallanes envía un esquife con cuatro marineros a la San Antonio y vuelven con la noticia de la sublevación. La situación es que hay tres naos amotinadas: la San Antonio, la Concepción y la Victoria. Quesada envía por la tarde una chalupa con un listado de exigencias a la nave insignia. En síntesis, dejando de lado cuestiones disciplinarias, Quesada propone devolver el control de la flota siempre y cuando el Almirante se avenga a retornar a España desde un punto próximo. Magallanes lo invita a plantear las peticiones a bordo de la Trinidad, Quesada le propone reunirse en la San Antonio. Y, para su sorpresa, Magallanes acepta ir al día siguiente.

En el atardecer del 2 de abril, Magallanes envía un esquife con cinco hombres a la nao Victoria, bajo el mando del alguacil Espinosa. Y media hora después envía una chalupa con quince hombres armados bajo las órdenes de Duarte Barbosa, el cuñado de Magallanes. Al llegar a la Victoria, los hombres del esquife -que muestran respeto y hasta simpatía por los amotinados- solicitan entregar en mano una carta del Almirante al capitán Mendoza. Y Mendoza, osado para el mal pero no avisado para el consejo, los deja subir. Entregan la carta y esperan la contestación, Magallanes lo insta a deponer las armas y reunirse con él en la Trinidad. Se ríe Mendoza, maldice, estruja el papel, y los hombres, que han venido preparados para esa respuesta, extraen las armas blancas ocultas en los amplios sayos marineros, reducen a los guardias de la cabina, y en un santiamén Espinosa prende a Mendoza. No hay más palabras, con un puñal le abre la garganta. Cae la cabeza del amotinado en cubierta, suena un grito, trepan desde la chalupa los hombres de Duarte Barbosa por estribor, muerto Mendoza no hay resistencia, y se apoderan del barco. Espinosa iza los colores del Almirante en el mástil de la Victoria.

El 2 de abril de 1520, por la noche, la situación es la siguiente. Hay dos naos amotinadas en el interior de la Bahía, la San Antonio y la Concepción. Y hay tres naos, la Santiago, la Trinidad y la Victoria, alineadas en el cuello de botella de la Bahía, que impiden a las amotinadas salir al mar.

Magallanes decide forzar la situación. Aprovecha la noche, la alta marea y las corrientes rápidas de la botella, y envía a dos marineros en un bote a cortar los amarres de la nao Concepción. A medianoche, la Concepción movida por las corrientes se dirige hacia el cuello de botella donde la esperan las naos de Magallanes en zafarrancho de combate. Hay incertidumbre, el capitán Quesada no encuentra más opción que la salida al mar. Quesada vocifera enloquecido, armado con espada y adarga desde el castillo de proa. La nao es cañoneada y flechada, atracada a babor y a estribor por las naos Trinidad y Victoria, finalmente abordada, rendida y hecho prisionero Quesada. Dos horas después, la Trinidad atraca a la nao San Antonio, que se rinde sin condiciones. Es liberado Mesquita, engrillado Cartagena, confinado a la bodega de la Trinidad. Y al salir el sol el motín ha terminado, pero habrá una tremenda secuela para los sublevados y el resto de la tripulación.

(Continuará…)

Imagen: Foto tomada desde la réplica de la nao Victoria en Puerto San Julián – Argentina.

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