La Otra Historia de Buenos Aires

Antecedentes
PARTE XXXVII
El oro y la plata del Perú

por Gabriel Luna

La invasión y la ambición en Cajamarca
Durante los siete primeros meses del año 1533 la invasión a Perú se detuvo. Los españoles no podían moverse de Cajamarca. Después de grandes sacrificios, extensos recorridos y algunos logros, la empresa conformada por Almagro, Pizarro y Luque, se había detenido. Aquí, en medio de los Andes, sin llegar a su objetivo, están a 1.900 kilómetros del Cuzco.
¿Qué ocurre? Los españoles no han sido derrotados. Mediante el engaño y una emboscada religiosa, han conseguido capturar al sapa inca Atahualpa y usarlo como rehén para protegerse. [1] Les resulta difícil moverse en las montañas con semejante rehén, pero no es sólo eso lo que los detiene en Cajamarca.
Han pactado un rescate por la libertad de Atahualpa: una habitación cubierta de oro y dos más cubiertas de plata. Y esperan los envíos, las recuas de llamas cargadas con el metal, que por cierto están llegando, pero el nivel de la riqueza en las habitaciones tarda en subir, por los robos de los mismos españoles. Entonces Atahualpa, para aumentar la entrega y mostrar buena voluntad de su parte, propone a los españoles que acompañen a sus emisarios a buscar los tesoros. Y parten hacia la costa del Pacífico veinte jinetes al mando de Hernando Pizarro -el hermano menor del Adelantado- y numerosos nativos con sus llamas hacia el templo de Pachacámac -cerca de la actual ciudad de Lima-, en un viaje de 800 kilómetros, yendo hacia el oeste y bordeando la costa. La segunda expedición es a la ciudad de Cuzco, la capital del Tahuantinsuyo, el centro del Imperio, un viaje de más de 1900 kilómetros por los Andes hacia el sur, un territorio peligroso para los españoles (que se sentían mejor en la costa) y además con mucho riesgo de ser atacados, porque no conocen la estructura militar, social y religiosa del Cuzco ni su relación con Atahualpa. Tal es el riesgo, que Pizarro pide voluntarios. Y se ofrecen sólo tres y de bajo rango, un maestre y dos soldados: Pedro Bueno, Martín Moguer y Juan Zárate.
Ha pasado desde entonces más de un mes, los hombres de Pizarro y la hueste de Almagro esperan y desesperan. Recién en los primeros días de junio de 1533 vuelve a Cajamarca Hernando Pizarro, triunfante, con las llamas trayendo 30 cargas de oro y plata, y seguido por el ejército del general Calcuchimac -partidario de Atahualpa-, que Hernando ha encontrado en la ciudad de Jauja y ha podido convencer de unirse a ellos para visitar al Sapa Inca en Cajamarca. Además del metal -el bien más apreciado por las huestes-, que aumenta considerablemente de nivel en las habitaciones, los españoles consiguen algo fundamental para su supervivencia: la alianza con Calcuchimac, uno de los tres generales más poderosos de Atahualpa. Hay festejo europeo, y festejo del ejército indígena por el encuentro con el Sapa Inca. Después de soportar hambrunas, pestes y tormentas, desiertos y montañas inhóspitas, éste parece el momento más pleno y exultante para los españoles. Sin embargo, ocurrirá algo que va a superarlo.
Una semana después, hay un rumor de voces y truenos en la montaña, que no son truenos sino tambores, y tampoco voces sino cánticos. Nada se ve, sólo un revuelo de pájaros, después una bruma, hasta que aparece la marcha o procesión envuelta en el humo de los braseros de copal. Son cientos. Vienen sacerdotes, músicos y bailarinas, cargadores con planchas de oro, llamas con alimentos, con tesoros de todo tipo, y más allá se ve un regimiento de porteadores trayendo en literas ornamentadas y entre estandartes a los tres españoles de bajo rango, el maestre y dos soldados, los voluntarios de la expedición. ¡Imposible no deslumbrarse ante semejante entrada! Las vivas y los gritos tapan los cánticos. Pizarro agradece públicamente a los voluntarios: Pedro Bueno, Martín Moguer, Juan Zárate. Y el oro, la plata, las joyas, los cántaros, las copas, los platos y otros enseres, van llenando las habitaciones entre choques de metales y miradas desorbitadas. Nunca habían visto estos hombres tamaña riqueza acumulada (y creo que nosotros tampoco). Pero hay algo más que traen los voluntarios: una riqueza intangible y necesaria para la supervivencia. Traen una historia. Juan Zárate ha escrito una crónica.

La primera expedición española al Cuzco
Cuenta Zárate que, después de recorrer durante dos semanas la montaña y marearse a veces por las alturas, vieron desde una cima una gran ciudad, alargada, entre dos ríos, que parecía una figura tendida sobre un valle -Cuzco está a 3.500 metros de altura-. Cuenta Zárate, que les explicaron, que la ciudad había sido diseñada con la forma de un puma tendido y atento -como una esfinge egipcia-, en cuya cabeza hay guardianes y murallas -se refiere a la fortaleza de Sacsayhuamán- y que en el pecho del animal hay una plaza central, de donde parten los caminos a las cuatro regiones del Tahuantinsuyo -se refiere a la plaza Huacaypata, la actual Plaza de Armas-. Cuenta Zárate, que bajaron por uno de los caminos, que pasaron por la cabeza del puma, entre muchos guardianes y por un laberinto de altas murallas hechas con piedras enormes. Y que entonces vieron la Ciudad de más cerca, imponente, blanca, marrón y amarilla, los techos de paja, las casas de piedra, las calles adoquinadas y rectas. Todo muy ordenado, las torres en las murallas, los castillos y palacios entre las plazas; todo más limpio que en España. La plaza central en el pecho del puma, cuenta Zárate, era mucho más grande que la de Sevilla y Toledo, rodeada de palacios blancos y amarillos. Allí nos llevaron en andas sobre maderas, entre ornamentos, lienzos de colores, y los indígenas hacían fiestas y caían postrados a nuestros pies, como si fuéramos los santos de una procesión. No podíamos creer lo que pasaba: los hombres traían chicha y ofrendas, las mujeres bailaban. Éramos como sus santos, no podíamos entenderlo, reíamos. Nos recibió el general Quizquiz, dizque lugarteniente de Atahualpa, en un palacio imponente llamado Viracocha -donde hoy se encuentra la catedral de Cuzco- y después nos alojaron en el Acllahuasi, un palacio blanco situado a la derecha del anterior, formando un ángulo de la plaza. Allí nos recibieron las hermosas mujeres que habían bailado en la plaza, eran acllas, explicaron, mujeres elegidas y educadas al servicio de los dioses y de la nobleza. Nos acomodaron en un salón con almohadones, tapices y alfombras tejidos de rojo y amarillo; nos dieron una comida con distintas carnes, boniatos y picantes -probablemente el chiri uchu o el pachamanca-, y para beber hidromiel y chicha. Unas se sentaron enfrente, tocaban sonajeros, tambores, quenas largas y cortas; mientras las otras se desnudaron despacio. Y bailaron para nosotros. Esa noche los tres sentimos el paraíso en esta tierra, fuimos como dioses o príncipes, tan felices y dichosos como nunca lo habíamos sido.
-Puede consignarse, como dato referente al orden imperial español, la transformación radical de ese palacio. El poder monárquico eclesiástico español, que aborrece las dichas y felicidades plenas en este mundo, transformará el Acllahuasi. La casa de las acllas, de esas mujeres deslumbrantes como vestales romanas, danzantes, místicas, sensuales e instruidas en los saberes ancestrales, que fueron el sostén y los ejes del Incanato, será transformada en el convento de Santa Catalina para monjas de clausura-.[2]

Al día siguiente, cuenta Zárate, nos buscó un regimiento del general Quizquiz, salimos a la plaza y otra vez recibimos saludos y reverencias, un indiano se arrancó las cejas y las arrojó al viento, un gesto que todos apreciaron pero que nosotros no entendimos. La multitud crecía, nos subieron a unas maderas para que pudieran vernos. Desde esa altura vimos otro palacio muy imponente junto al Acllahuasi, también frente a la plaza. Nos explicaron que era el palacio del inca Huayna Cápac, el padre de Atahualpa. Entre los dos palacios había una calle estrecha, de unas cinco varas, adoquinada y con paredes de piedra muy pulida; y por allí nos llevaron alzados -hace referencia a la Intikijllu, en quechua, la calle del sol, llamada actualmente Loreto- hasta que llegamos al templo de Coricancha -a 800 metros de la plaza-, que estaba bajo la cola del puma, justo en los genitales, según nos explicaron las acllas. Allí había una estatua enorme del dios sol, hecha de oro, y otra de la diosa luna, hecha de plata, también había estatuas de distintos animales, muchas cosas. Todo era muy grande y las paredes estaban cubiertas de oro. De allí, el regimiento desclavó en varios días las setecientas planchas de oro que trajimos a Cajamarca.

¿Cuál fue el rescate de Atahualpa?
Francisco Pizarro escucha con atención y, más allá de la sensualidad y el asombro por la riqueza, descubre algo importante en la crónica de Zárate, relacionado con la supervivencia de su propia hueste.
Y es, que la adhesión eufórica a los tres soldados, producida justo frente al templo de Viracocha, el dios de allende los mares, indica para Pizarro un respaldo de los cuzqueños a los españoles, que venidos de los mares como ese dios, capturamos a Atahualpa y detuvimos así una guerra fratricida que estaba acabándolos. A esto se suma la alianza con Calcuchimac, conseguida por su hermano Hernando Pizarro, y el refuerzo de hombres, caballos y pertrechos, traídos por Almagro. De modo que tener de rehén a Atahualpa por la supervivencia de la hueste ya no es necesario, razona Pizarro. Y está acertado Almagro cuando dice que el Inca es un lastre, un ancla que impide llegar al Cuzco. ¿Entonces debe liberarlo? Ha cumplido con el rescate. Pero Atahualpa es peligroso, no debería dejarle ir…
Pizarro prefiere resolver esa duda más tarde en una Junta, con sus hermanos, su socio y los oficiales. Ahora quiere dedicarse a lo inmediato, a lo que más le importa a él y a sus hombres, que es repartir el rescate y celebrar las ganancias.
Pizarro ordena fundir el tesoro -salvo las piezas notables- para dividirlo en partes y poder distribuirlo. Se trata de un total en números redondos de: 6.100 kg de oro y 11.800 kg de plata. Que -separando la quinta parte para el rey y unas módicas cantidades para los españoles afincados en San Miguel de Tangarará, los soldados que llegaron con Almagro y la tripulación que los trajo- se procede a repartir entre los 168 hombres que participaron en la emboscada y secuestro del Inca, según las jerarquías y méritos correspondientes, con bando del 17 de junio de 1533.
Un soldado de infantería recibe 20 kg de oro y 40 kg de plata, equivalentes a 7.000 ducados de la época / 1.400.000 euros actuales. Un soldado de caballería recibe el doble; un oficial, el triple: 21.000 ducados. Hernando Soto recibe 28.000 ducados. Hernando Pizarro, 49.000 ducados. Y Francisco Pizarro, el gobernador y general de la expedición, recibe 260 kg de oro y 520 kg de plata, equivalentes a 91.000 ducados / 18 millones de euros actuales. [3] Pero además, Pizarro tiene la prioridad para elegir entre las piezas notables salvadas de la fundición, y elige la silla de la litera de Atahualpa, un trono de oro macizo que pesa 140 kg.

La riqueza suele medirse por comparaciones. Un soldado de infantería, del famoso tercio español, recibe por año 40 ducados, y si interviene en un saqueo importante, por ejemplo el de Roma, recibirá 400 ducados, cifra que le permitirá comprar una casa en su tierra y vivir con cierta holgura el resto de sus días. Imagine el lector o lectora lo que significaría para ese soldado tener 7.000 ducados. O imagine, en el caso de los oficiales, lo que significaría, por ejemplo, para el capitán Pedro Mendoza tener los 28.000 ducados que el capitán Hernando Soto ha conseguido en tres meses, cuando él ha tardado tres años de campañas europeas -saqueo de Roma mediante- en reunir sólo 9.000 ducados para su expedición al Río de la Plata.

(Continuará…)

[1] Ver “La emboscada de los ladrones” en La Otra Historia de Buenos Aires, Antecedentes, Parte XXXV, “Pizarro y Atahualpa en Cajamarca”, Periódico VAS Nº 173
[2] Ver “Las acllas, los ejes del Imperio inca” en La Otra Historia de Buenos Aires, Antecedentes, Parte XXXIV, Periódico VAS Nº 169.
[3] Cuenta hecha según el peso del oro, un ducado español pesa 3, 6 gr y el gramo cotiza en 2023 a 55 euros.

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