LA PLAZA

por Cristina Sottile

Su espacio está geográficamente limitado por cuatro calles: Hipólito Irigoyen, Balcarce, la naciente avenida Rivadavia y la calle Bolívar. Los edificios que la rodean conforman un núcleo cívico y religioso, que es una réplica institucional de lo que encontramos en otras plazas de cualquier lugar del país.

Su origen remonta a las plazas mayores de las ciudades medievales, que fueron mercados, teatros, provisiones de agua y lugares de ejecuciones.

Así, tomando el punto de vista histórico, podemos definir este mismo espacio mencionado en el inicio y entonces el lugar geográfico y material adquiere las características de un palimpsesto, ese escrito que se borra para poder volver a escribir sobre la vitela, que mantiene siempre las marcas originales, que pueden ser detectadas y leídas.

La Plaza es este lugar donde los signos materiales: los edificios, parte de los edificios, los elementos decorativos, las pinturas sobre el suelo, operan como significantes aportando sentidos al tránsito por este espacio. Es imposible atravesar La Plaza sin hacer la lectura de los significados que histórica y culturalmente le hemos adjudicado los argentinos colectivamente.

Esto no significa que el sentido del relato de cada persona, o sector social o cultural, sea unánime: nunca en la Historia existe una sola interpretación para los hechos, ya que la humanidad es diversa y justamente en esto consiste su riqueza. El conflicto que es la base de la construcción histórica, es inherente a la condición humana.

En la Plaza, no todos vemos lo mismo en el Balcón, en las Fuentes, en la Pirámide, en los dibujos blancos de pañuelos que rodean la Pirámide, y que no podríamos descifrar sin contar con la información suficiente. Hagamos un ejercicio de distanciamiento, les propongo que se paseen por la Plaza como si fueran extranjeros, lo más extranjeros que puedan: lo que verán del lugar no solamente será muy poco, sino que ni siquiera resultará tan notable como para justificar la visita. ¿Cuál es entonces el valor de este espacio, más allá de cualquier burda tasación catastral? La Plaza, en tanto espacio común, sobre la cual reclaman propiedad simbólica los sectores sociales y políticos que la transitan, es un lugar sagrado.

Un lugar en el sentido en que Durkheim lo define, consagrado colectivamente, donde un colectivo reconoce e instituye rituales, prioriza este espacio como elección para la expresión común y demarca un límite entre lo sagrado y lo profano. Entonces la Fuente no es una fuente, y el Balcón se actualiza para los distintos sectores que alguna vez lo vieron: están los que recuerdan a Perón en su abrazo gestual, a Evita dialogando con el pueblo.  Por ahí pasó un Galtieri anunciando la Guerra y un Videla, cabeza de la dictadura más sangrienta que hemos vivido.  Por ahí pasó el amor del pueblo hacia quien los representaba y también pasó el bailecito intrascendente y casi solitario de quien asumió la presidencia desde la estafa discursiva.

La Plaza vio y ve pasar a las madres que buscan a sus hijos e hijas, se manchó con sangre en represiones varias. El Cabildo está ahí para recordarnos la profundidad de los significados, cuando todavía el lugar estaba rodeado por una recova, y era mercado, teatro, plaza de toros y plaza de armas, según las necesidades del momento.

Existe una relación dialéctica entre este lugar sacralizado y quienes lo eligen para expresarse: en esta relación el lugar es instituyente, en el sentido de que aplica valor a lo sucedido.  Es tan así que hasta sectores que habitualmente no consideran la expresión colectiva en el espacio público como medio de visibilización y valorización de su posición política (porque como posición dominante, se aseguran la visibilización y difusión a través de mecanismos garantizados por el poder económico: medios de comunicación e instalación de personajes con poder económico en lugares de poder político) también concurren. Vimos pasar por aquí grupos de personas con cacerolas, personas con paraguas que ostentaban logos de empresas, hoteles internacionales, o agencias de viajes -tal vez como marca de identidad-. Aquí hubo una procesión de Corpus Christi en la que a través de los rituales católicos se manifestaron las intencionalidades políticas de los sectores de derecha. Hubo un bombardeo contra la propia población, hubo muertos. Fue escenario de funerales cívicos, aquí se lloró a quienes muchos consideraron que debían ser llorados, con amor y dolor. Fue lugar de una despedida histórica, nunca vista antes, hacia quien terminaba dos mandatos presidenciales. Fue lugar de fiesta, de bienvenidas, con aromas de comida -tal como debe ser en una fiesta-, con cantos y tambores.

Podemos preguntarnos ahora, después de esta exposición, en la que se intenta definir este lugar como escenario de ritos ciudadanos vinculados a la Democracia, la Resistencia y la Memoria: ¿Cuál es el valor de la Plaza? ¿A quiénes representa? ¿A quiénes pertenece?

Dejemos de lado las injerencias sobre a qué Estado le toca administrar ese espacio público, porque no es de esto de lo que estamos hablando. La Plaza es un producto cultural, social y político, un constructo que excede los límites de su espacio físico, y que como toda construcción social no tiene una sola lectura.

Sí podemos reconocer dos grandes sectores sociales: aquellos que perciben este lugar como determinado históricamente para el encuentro, y por lo tanto propio, simbólicamente hablando, y vienen con comida, con la familia, con niños y con ancianos, porque ese día se va a la Plaza (esto es válido a nivel nacional, más allá de la distancia entre el lugar de origen y la Plaza); y otro sector, también diverso, que percibe esta institución de valorización y legitimidad que otorga el tránsito por el terreno socialmente sagrado, y se ve compelido a transitarlo, con extrañeza, sin ánimo de fiesta, sin comida comunitaria, sin risas ni cantos, y muy raramente con niños.

Podríamos exponer, a la manera de Magritte, una foto de la Plaza con el epígrafe: “Esto no es la Plaza”  y sería cierto tanto en lo que tiene que ver con la relación imagen-realidad, sino con la relación territorio-pueblo. Porque sin esta construcción social, sin este tránsito, encuentro, drama actualizado en efemérides alegres o dolorosas, La Plaza es solamente una plaza.

De modo que La Plaza es construida socialmente, y esa relación dialéctica ya mencionada nos construye a su vez como integrantes de la misma Patria. No desde el lugar que es el escenario para las prácticas colectivas (de cualquiera de las diversas identidades identificables en la Argentina), sino desde las prácticas colectivas mismas, que son la expresión de las representaciones sociales. Y es desde este lugar último, desde donde nos reconocemos argentinos, desde donde instituimos La Plaza, que a su vez nos instituye como ciudadanos.

Quiero hacer notar, salvo la mínima referencia geográfica del inicio, que en ningún momento se mencionó el nombre de la Plaza. Pero todos sabemos de qué se trata.

 

Cristina Sottile es Antropóloga –  FFyL – UBA
Fotos: Carlos Brigo. Alejandra Bartoliche. Archivo. Télam

 

 

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