Crónicas VAStardas

Dante y el 96

por Gustavo Zanella

40 años después de la muerte de J.R.R. Tolkien, Christopher, su hijo, seguía encontrando -por decirlo de un modo elegante- papeles guardados de su padre que él, sin mucho prurito, publicaba a diestra y siniestra para seguir viviendo sin tener que trabajar honestamente como hace cualquier hijo de vecino. Nada me veda, entonces, apelar a mis ancestros italianos para trazar una línea desde ellos hasta Dante Alighieri. Que mis parientes fueran unos muertos de hambre tiraditos que vivían al sur de la bota y Dante un clase media del norte con aspiraciones no hace a la cuestión. Igual de parientes. Por eso, revolviendo papeles encuentro, como Christopher, los bosquejos que el tío Dante dejó sobre los círculos del infierno. En el último, el más indigno, el noveno, ubicó a los traidores. En su centro, centro también del universo como él lo entendía, había un lago congelado. Ya lo decía Octavio Paz, el fuego del infierno es un fuego frío. Pero hete aquí que no fue su primera opción. No, no. Durante meses el tío Dante tuvo otras opciones. Seguro que el cambio lo sugirió algún editor con ínfulas de vender el guión para una serie apta para todo público a Telefé o a Netflix, que tienen el hábito de comprar cualquier poronga.
Lo sorprendente es que en la primera versión del noveno círculo sus habitantes eran los macristas y los colectiveros. Traidores, macristas, gente que paga sus impuestos y a la que nadie le regaló nada, sojeros de balcón, todo muy cercano. Los colectiveros son otro cantar. ¿Por qué evitar la denuncia de esa especie tan inmunda? ¿Por qué no dejar asentado para la posteridad que el colectivero representa lo peor de la condición humana, lo más bajo, lo más abyecto e indigno que hay bajo los cielos sublunares? Quizás no fue un editor. Borges, siglos después, dice que en en el Corán no hay camellos porque su autor dio por sentado que están por todos lados. ¿Quién no tiene un vecino talibán y un camello que le come los jazmines? Bueno, quizás el tío Dante no nombró a los colectiveros porque va de suyo que son unos hijos de puta, que se cae de maduro que sólo al infierno pueden ir esos abortos a mitad de camino entre el pus y la letrina. O peor aún, quizás no los nombra explícitamente porque en su benevolente inocencia Dante no era capaz de concebir tal degeneramiento, pues una entidad tan ignominiosa rivalizaría con la potencia de dios y ya suficiente pena sería esperar el bondi como para también fumarse un quilombo inquisitorial por zoroastrismo tardo medieval.
Quizás la respuesta sea más pedestre. Tal vez Dante, que en sus últimos años vivió en Rávena (hoy un lugar precioso pero en su época un agujero más bien picante), temió que por venganza lo dejarán de garpe cuando esperaba el bondi a Bertinoro. Entonces, pues, para evitar que le rompieran el ojete en un refugio de la Emilia-Romaña el tío Dante se autocensuró y no los nombró. Acaso ganándose con eso un lugar en el mismo infierno que describió por cagón pecho frío.
Pero de nada servirán el paso de siglos incontables, ni la rotación eterna del sol ante los ojos que envejecen. De nada servirán los olvidos interesados del poeta entre poetas, ni la omisión de los estudiosos y los doctos que lo nombran y lo estudian aspirando a una beca posdoctoral del CONICET, porque yo, poeta de la mugre, padre de los piojos, abuelo de la nada, vengo aquí a revelar la verdad oculta tras las páginas del infierno de Dante, lo que él no dijo y debería haber dicho: “aquellos que esperéis el bondi, abandonad toda esperanza”.

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