Oliverio Girondo

(1891 – 1967)

por Norberto Galasso

Nace en Buenos Aires, el 17 de agosto de 1891, en una familia de estancieros, emparentada con los Uriburu y los Anchorena, entre otra gente de la clase dominante. A falta de un biógrafo capaz de analizar, en profundidad, su vida y su obra, algunos periodistas han simplificado su caracterización. Para algunos es: “El príncipe de los poetas”, notable por “sus epítetos, su vasta cultura, su refinamiento y también su desparpajo”, que fumaba cigarrillos “que llevaban sus iniciales en una punta”, atraído “por el misterio, el absurdo, universos donde el poeta puede residir con más derechos y obligaciones que en la Tierra”. Para otros, “un millonario que no trabajó nunca, hijo de estancieros, sobrino de Uriburu y miembro nato de una clase que se complacía en ejercer lo sublime, aunque él le había declarado la guerra a la levita”. También lo consideran capaz, en su libro “La masmédula”, de “una orgía de combinaciones verbales, un esplendor idiomático jamás conseguido en la literatura española”. Otros reseñan: “Un dandy, incansable viajero, gran bromista y gran poeta”, o “Los muros de la lengua cedieron a la imaginación libertaria de este inventor de códigos impensables”, “un humor feroz, una poesía revolucionaria que no tiene parangón en las letras argentinas”.

Algunos datos de su vida y su obra parecieran ratificar buena parte de estos juicios. Estudiante en el colegio Epson, de Londres y en el liceo Albert le Grand (París), se recibe de abogado, aunque nunca ejerce. En cambio, prefiere vivir de rentas de los campos de sus mayores y viajar:

A veces rotundo
a veces muy hondo
se va por el mundo
girando, Girondo.

En esos viajes, se deslumbra con las vanguardias europeas. En 1922, publica “Veinte poemas para ser leídos en el tranvía”, libro que alcanza importante repercusión por su renovación estética. En 1925, aparece la segunda edición y además, lanza “Calcomanías”. Poco después se convierte en uno de los principales animadores del grupo literario “Florida”, expresado en la revista “Martín Fierro”. Redacta el manifiesto de los “martínfierristas” donde prevalece la reivindicación del vanguardismo, así como cierto aristocratismo respecto al público y rasgos de rebeldía cuestionadora, usando la ironía como el ariete contra la rutina, tabúes y mitos instalados en la sociedad porteña de la época.

En 1932, lanza su libro “Espantapájaros” haciendo pasear, por la ciudad, una carroza fúnebre tirada por seis caballos llevando un espantapájaros y logra vender 5000 ejemplares en un mes. A mediados de la década del ’30, continúa en la dura indagación del lenguaje recibiendo, además, influencias surrealistas. En 1937, publica “Interlunio” y en 1942, “Persuasión de los días”. En 1943, se casa con la escritora Norah Lange. Modifica su estilo, en 1946, con “Campo nuestro” y a partir de 1950, comienza a pintar dentro de una orientación surrealista. En 1954, publica “En la masmédula”, donde se torna más hermético, recurriendo a símbolos o expresiones propias del dadaísmo, que sin embargo, no alcanzan a disimular cierto hastío y una creciente confrontación con su medio social. Realiza nuevos viajes, publica varias reediciones y en 1964 es atropellado por un automóvil, accidente del cual no logra reponerse plenamente. Fallece, en Buenos Aires, el 24 de enero de 1967.

Con solamente estos elementos de juicio, más los provenientes de una lectura atenta de su poesía, podría concluirse que era un hombre de la clase alta, con algunas rebeldías para escandalizar en los clubes, ajeno totalmente a toda inquietud por la suerte de sus conciudadanos.

Pero ocurre que la casi totalidad de los críticos han olvidado algunos detalles de la vida de Girondo, que han sido recordados excepcionalmente. Por ejemplo, Francisco Urondo señala que Girondo “fue irigoyenista en sus tiempos -no alvearista- y que tuvo una desinteresada y efímera esperanza en Frondizi, años después, que luego revirtió en desprecio y arrepentimiento: ‘Cómo me pudo engañar ese mentiroso’, decía”. También Urondo hace referencia a que Girondo es autor de un libro titulado “Diario de un salvaje americano” que, según sugiere Ramón Gómez de la Serna, provendría de un giro del poeta hacia lo latinoamericano, pero que habría permanecido inédito y no integra sus obras completas. Por otra parte, Alberto Perrone alude “a la preocupación por el hombre, lo que él ocultaba bajo la broma mordaz, como si la diversión profunda no fuera sino un modo de acceder a lo humano”.

Jauretche por su parte, sostenía que el poeta nada tenía que ver con el resto del mundillo literario oficial, que era profundamente nacional y se interesaba mucho por la obra realizada por FORJA, de la cual era cotizante. Como advierte el lector, estos datos cambian el perfil de don Oliverio.

Pero existe aún otra cuestión que la mayor parte de críticos y comentadores han omitido y que sólo Jorge B. Rivera tuvo la valentía de hacer pública en “La Opinión”, del 15/07/1973. Se trata de un breve pero importantísimo ensayo político publicado en 1940, que lo revela en una faz desconocida: su posición antiimperialista. El lector seguramente se sorprende: el dandy, el aristócrata, el esteticista, el millonario ¿podía acaso preocuparse por el imperialismo? Ese folleto se titula “Nuestra actitud ante el desastre” y en sus parte fundamentales sostiene: “No basta denunciar la existencia de la organización nazi entre nosotros, ni delatar los peligros que ella entraña… Hay que comprender, sobre todo, que no existe otra manera de combatirla, ni de aunar la opinión pública del país, que indicarle que ha llegado el momento de liberarnos, de una vez por todas, de la opresión económica, casi secular, que nos asfixia. Antes de adquirir una cabal conciencia de nuestros intereses vitales y de plantear esos problemas con un espíritu argentino, no será posible la aparición de un movimiento nacional, no decimos nacionalista, sino nacional. Mientras la economía del país se encuentre, en su mayor parte, en manos extranjeras y todos los servicios públicos no nos pertenezcan, resultará ilusorio defendernos del atropello exterior o erguirnos ante cualquier amenaza externa… Nuestro anhelo de emancipación no responde a un bajo instinto de codicia, sino a la necesidad impostergable de expresar nuestra personalidad, ya que es inconcebible la existencia de un espíritu propio en un organismo que no nos pertenece… Envanecidos por el hecho de figurar entre los grandes países exportadores, hemos permitido que Europa falsee, por medio del halago y del soborno, el ritmo de nuestro desarrollo, hasta llegar a preocuparnos de sus necesidades muchísimo más que de las nuestras. De ahí que la riqueza minera del país se halle todavía inexplotada y que nuestras primitivas industrias locales hayan desaparecido. De ahí que un centralismo absorbente justifique los anacrónicos resentimientos regionales y lo que es mucho más grave e indignante, que en vez de aumentar nuestra capacidad de consumo, se permita que en el interior la gente se desnutra y degenere… Mientras, aquí y allá surgen grupos inconexos que pueden disentir en las teorías pero que, en realidad, sólo esperan al hombre capaz de convencerlos de que ha llegado el momento de olvidar toda preocupación extranjera para ocuparnos de nuestros problemas y ser, de una vez por todas, nada más que argentinos. La autenticidad de ese clamor alcanzaría una repercusión tan honda en el país, que no sólo permitiría diagnosticar la causa de toda sordera; fortalecería la autoridad de quienes tendrán que solucionar esos problemas, al concederles la libertad de acción que necesitan y que sólo les otorgaría un movimiento esencialmente nacional… Mientras el continente no recupere la cohesión que poseyera durante la colonia y que ha ido perdiendo, un poco por desidia y mucho más por influencias extrañas, nos hallaremos en pésimas condiciones para tratar con Europa y careceremos de la autoridad que reclaman nuestras negociaciones con los Estados Unidos, de los cuales tendremos que proveernos de cuanto necesitan nuestras industrias y nuestra defensa, a pesar de que el espíritu y los métodos expansionistas de su política justifiquen todas las precauciones y todos los recelos… Es una patraña que el capital extranjero merece una gratitud eterna por su generoso desinterés… No contento con esquilmarnos ha trabado, en cierta forma, nuestro desenvolvimiento y ha pervertido la conciencia pública del país… Hay que exigir nuestra independencia económica… La única posibilidad que nos queda es defendernos desde nuestro propio suelo y desde América… Existe una casta que con escasas excepciones, se ha preocupado principalmente de entregarlo todo al extranjero… Acostumbrados a vivir bajo la fascinación de lo europeo, la mayoría es incapaz de comprender las posibilidades que esta reacción implica… Viven tan absorbidos por todo lo que sucede del otro lado del Atlántico… Pero de nada vale saber lo que sucede en Europa y percibir que su decrepitud le ha impedido adaptarse a las exigencias del mundo moderno. De nada vale comprender que su derrumbe se debe, más que nada, a que el capitalismo ha corrompido su conciencia y sus instituciones”.

Quizás este folleto haga luz sobre un comentario, al pasar, de un periodista de “Primera Plana”: “Se le paró el corazón. La Argentina perdía al Príncipe de sus poetas. En verdad, lo venía perdiendo desde la década del ’40, cuando los escritores consagrados por la crítica y la crítica consagrada por los escritores, se alejaron de él, de miedo a contagiarse de su perpetua inquietud”. Precisamente, esa “inquietud nacional” ha sido cuidadosamente silenciada para ofrecernos una imagen parcial de Girondo, mientras el verdadero y completo Oliverio Girondo ingresaba a la galería de “los malditos”.

 

Los malditos excluidos de la historia oficial – volumen I – página 300 – Ediciones Madres de Plaza de Mayo

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