El general, la sirvienta y mi destino

por Marcelo Valko

Mi abuela fue sirvienta del secretario privado del general Roca… Como tantos otros inmigrantes mis abuelos eslovacos empezaron de muy abajo, como auténticas lauchas en una fábrica que extraía azúcar de remolacha en Río Negro. Cuando regresaron a Buenos Aires en 1931 tras ser expulsados de Patagonia por cuestiones políticas, vivían en una pieza de un conventillo tumultuoso del Bajo Belgrano. Años después, ahorrando hasta decir basta, consiguieron mandar a Bratislava el pasaje para que María, la hermana de mi abuela Fanny pudiera venir a la Argentina. Por esos azares María a poco de llegar, se enganchó como sirvienta en Callao 1025 la mansión de Antonio Devoto quien junto con su hermano Tomás, eran los hombres más acaudalados de su tiempo que también supieron quedarse con decenas de miles de hectáreas tras la Expedición al Desierto. Muy pronto María, de carácter suave, rubia y de ojos claros, quedó como mucama personal de una de las dos hijas de don Antonio.

Entre tanto, las dos hermanas Devoto contrajeron matrimonio. Ana María Zulema se casó con Dionisio “Iolastra” y Enriqueta Carlota, la que empleaba a María lo hizo con el conde belga Robert van der Straten Ponthoz y, como las hermanas Devoto eran muy unidas y a su vez ambos maridos eran íntimos amigos, adquirieron dos grandes estancias linderas en el oeste de la provincia de Buenos Aires, próximas a General Pinto. Si bien la única que se convirtió en condesa era Enriqueta Carlota como esposa del aristócrata belga, quizás por una cuestión de criollismo nobiliario transitivo, también llamaban condesa a la hermana casada con “Iolastra”. El conde, a quien le afloró la añoranza por su patria lejana, bautizó a su estancia La Bélgica colocando su escudo heráldico e incluso todos los días izaba su bandera mientras que Dionisio “Iolastra” plebeyo, pero muy adinerado le puso a su propiedad La Carlota. Cuando llegaba el verano las familias escapaban del calor porteño refugiándose en el campo. Generalmente para sentirse acompañadas, las hermanas se instalaban juntas alternando las estancias ya que los maridos se ausentaban a menudo. Obviamente, damas de semejante alcurnia llevaban a su personal doméstico. Para ese entonces, la flamante condesa Enriqueta le pregunta a María si conocía una sirvienta de confianza para su hermana Ana María, la condesa bastarda casada con “Iolastra”. Obvio, María sugirió a su hermana Fanny, mi abuela que deambulaba por trabajos ocasionales, y le permitieron llevar a la estancia a mi padre Stefan que entonces tenía 9 años. Los dos veranos que mi abuela trabajó allí, fueron inolvidables para mi viejo. Hasta La Bélgica viajaban en tren y se bajaban en la estación Duseaux donde un automóvil aguardaba a la familia y una chata para transportar equipajes, bultos y al personal doméstico. Los deslumbrados ojos de niño de mi padre conservaron profundos recuerdos de la estadía en aquella estancia. Recuerda las enormes galletas de campo con abundante manteca fresca y saborear postres que jamás hubiera imaginado en la humilde pensión en la que vivía apretujada la familia Valko. En la casona disponía de un cuarto con su madre en el ala de la servidumbre con un bañito propio con agua caliente, un lujo impensado. Durante el día andaba por el bosque de pinos y eucaliptos que le parecía infinito montado en una yegua mansa que le ensillaban los peones que le habían tomado cariño. También se entretenía acompañando al personal en las distintas faenas de campo o con la cantidad de animales que vagaban por el jardín como pavos reales y conejos. Incluso en más de una ocasión, montado en el viejo caballo participó de los arreos de ganado que conducían muy de madrugada hasta la estación para embarcarlos en el tren.

Algunos días la estancia La Bélgica se conmocionaba con la llegada de los jóvenes de la familia y de sus amistades de regios apellidos que venían a disputar un partido de polo. Los más excéntricos venían piloteando sus propias avionetas que, tras algunos vuelos rasantes aterrizaban en el campo en medio de una salva de aplausos. Los otros, no menos extravagantes, llegaban bramando en sus flamantes cupés que estacionaban clavando violentamente los frenos. Aquellos días de fiesta Stefan iba y venía entre los caballos lustrosos admirando los trajes coloridos de los jugadores, pero por sobre todo lo fascinaban las avionetas y los descapotables a los que admiraba a cierta distancia ya que no permitían que nadie los tocase. Finalizados los partidos de polo, venían los almuerzos para agasajar a la despreocupada juventud del jet set argentino que luego de la sobremesa regresaba a Buenos Aires como una tromba festiva.

Los domingos, como Dios manda y corresponde, las condesas se trasladaban en varios automóviles a escuchar la misa que se oficiaba en Pinto, en ese entonces el pueblo más importante de las cercanías. En la iglesia, ambas familias, la del conde y también “Iolastra” disponían de sus propios bancos con el apellido grabado en una plaquita. Allí llevaban a Stefan, que al ser un niño muy rubio y de ojos azules no desentonaba con el biotipo claro de gente tan alcurniosa. Mi abuela, en cambio por esos azares de la deriva genética, de tez aceitunada y cabello negro se quedaba en el casco dedicada a sus tareas.

En un asado familiar le comento a mi padre que iba a ir a General Pinto con Bayer para cambiar la calle Roca por Pueblos Originarios y comienza con las anécdotas sobre “Iolastra” que acabo de reseñar, pero añade un detalle notable. Me dice que en la biografía que utilicé para Pedagogía de la Desmemoria, menciono al dueño de la estancia. Le respondo que no cité ningún “Iolastra”. Mi viejo, me deja a cargo de la parrilla, busca el libro y me muestra que en la bibliografía incluyo El indio del desierto de Dionisio Raúl Schoo Lastra. Mi padre tal como hacía mi abuela sonoriza la Sch como Io, con aire eslovaco por ende “Iolastra” era Schoo Lastra. Me recorrió un escalofrío: Schoo Lastra fue secretario privado del general Roca durante años y se acomodó tan bien que luego, durante el Fraude Patriótico, estuvo más de una década como diputado. Era uno de esos alegres argentinos de vida tan dispendiosa como disipada que en Europa tiraban manteca al techo, incluso pude constatar en los archivos, que parte de los originales de sus libros que ensalzan la Conquista del Desierto fueron escritos de puño y letra en papeles membretados de los hoteles más renombrados de Champs Elises en París. Dionisio era alguien a quien don Julio Roca le tuvo especial afecto al punto de haber asistido a su boda en la Basílica Nuestra Señora de la Merced con Enriqueta Carlota Devoto en agosto de 1913. Mientras mi viejo volvía a atender la parrilla recordé a mi abuela hablando de la condesa “Iolastra” ya que para gente tan humilde haber tenido ocasión de conocer personajes semejantes fue un tema que salió a relucir en innumerables sobremesas de mi niñez. De la misma forma que los porteños decimos Yugoslavia, acentuando mucho la “ye”, ellos la pronuncian como “I”, dicen “Iugoslavia”, quizás por eso “Schoo” en lugar de aporteñarlo como “Yo” con “ye”, lo sonorizaban como “Io”. Ese día me enteré de la estrecha relación que mi familia tuvo con semejante individuo.

Quizás por eso, la primera vez que fui a Pinto a dar una conferencia exponiendo el prontuario genocida del general Roca me sentí como mareado. Allí el secretario privado de Roca llevaba a mi padre a escuchar misa en banco propio y mi abuela era la sirvienta de su esposa y yo tantos años después viajaba a denunciar la Desmemoria. El remis ingresó al pueblo por una hermosa avenida arbolada y me dejó en el hotel Ancaloo que recuerda al médano donde el comandante Conrado Villegas levantó su fortín. Después de almorzar, caminé las tres cuadras hasta la iglesia que, como corresponde, se encuentra frente a la plaza, al costado del Banco y en diagonal con el Palacio Municipal. La puerta estaba abierta y no había nadie en su interior, cosa que me alegró ya que me permitió hurgar banco por banco buscando las chapitas de los Schoo Lastra y de van der Straten Ponthoz. Dos veces los revisé uno por uno. No estaban, habían transcurrido setenta años. Desde atrás observé el interior despojado de su nave central. En el altar, el Hijo de Dios continuaba mudo como acostumbra pese a haber visto tanta cosa. Me agobiaba la paradoja del extraño túnel del tiempo que involucraba de una y otra manera a mi apellido.

Retomando aquel asado familiar cuando descubrí que Iolastra era Schoo Lastra, le ofrecí a mi viejo que nos acompañe a Pinto a desmonumentar a un héroe de clase que se maquilló de Patria e hizo a un lado los generosos principios de la Independencia para elucubrar un país donde pocos viven en una permanente fiesta a costa de tierras, sangre y sudores ajenos. Lo invité aun sabiendo lo difícil que resulta sacarlo de su casa. Lo tenté diciendo que iríamos con Bayer, a quien conocía de algún almuerzo y, además, sobre todo que vería los mismos lugares de su niñez. Me miró e hizo uno de esos silencios que le conozco tanto y que es una de sus formas de negarse sin decir que no. Quizás tuvo razón, tal vez era demasiado fuerte y violento sumergirse en ese salto temporal que permanecía tan nítido en su recuerdo. Finalmente cuando nos estábamos despidiendo en la puerta sentenció: “¿Qué raro, no? A mí me llevaba este hombre de Roca y ustedes van ahora a sacarlo…”. Cuando mi padre cerró la puerta de su casa de Florida, sonreí. Caminé hacia la Panamericana para tomar el 60 recordando a Cortázar que asegura: “coincidencias así, todos los días”. Es lento, pero viene…

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