La Otra Historia de Buenos Aires.

Parte XVI

por Gabriel Luna

1623. Aldea Trinidad y puerto del Buen Ayre. El gobernador Diego de Góngora, insomne y presa de miedos fantásticos, ha mudado su residencia al Fuerte. Una gota de sudor le surca la frente. No sabe si siente calor o frío ni quien lo persigue. Lo real es que viene bajando desde Charcas –como esa gota- un nuevo oidor de la Real Audiencia: Alonso Pérez de Salazar, licenciado de fuste emparentado con Hernando Salazar, el confesor del conde-duque de Olivares. Pérez Salazar se ha detenido en Córdoba para instalar una aduana “seca” que reducirá notablemente las ganancias de la banda contrabandista liderada por Juan Vergara y por el propio gobernador Góngora. Pero ahora a Góngora no le preocupan sus arcas. ¿Por qué suda tanto de noche? ¿Por qué no duerme? ¿Por qué el escalofrío y ese malestar en el vientre? El oidor Salazar no se quedará en Córdoba, le ha informado un alguacil que llegó hasta el Fuerte reventando caballos, sino que seguirá bajando y antes de acabar el mes de abril estará en la aldea. Diego de Góngora se incorpora entre sudores y temblores envuelto en una capa negra de lana manchega. Pérez Salazar debe traer una comisión para cerrar el puerto o perjudicarle de algún modo, piensa, eso es tan cierto como los clavos de Cristo. Pero ahora tampoco le preocupan los pleitos, ni siquiera su vara[1] de gobernador. Lo que sí le preocupan son las calenturas y los fríos, la renquera desta pierna dormida; y, por sobre todo eso, la idea de que alguien, sin duda un demonio, lo ha alcanzado y se le está metiendo en el cuerpo.

Góngora mira el río moverse con reflejos de luna sobre las tapias del Fuerte, adivina un bajel escondido, siente náuseas, la pierna le hace trastabillar.

Ante el inminente arribo del oidor de Charcas, el Cabildo se reúne y decide recibirlo con festejos. Organiza un juego de cañas[2], una corrida de toros en la Plaza Mayor, una recepción y un banquete en la sala capitular. La iniciativa ha sido de Juan Vergara, que busca distraer y congraciarse con el enviado de la Real Audiencia. El propio Vergara, que además de ser contrabandista tiene vara de alcalde[3] y es el hombre más rico de Trinidad, designa al servicio del oidor quince esclavas negras de su propiedad y dispone para el hospedaje de la comitiva la mejor y más amplia de sus seis casas, ubicada en la calle del Cabildo -actual Hipólito Yrigoyen- frente a la Plaza Mayor.

El oidor Pérez de Salazar llega a fines de abril. Asiste al juego de cañas y a la corrida de toros, se muestra amable pero declina ser recibido por el Cabildo, rechaza cortésmente las esclavas, y no se hospeda en casa de Vergara sino en la que ocupara el licenciado Delgado Flores durante la investigación que le costó la vida.[4] Esa elección de casa, y la distancia que el oidor pone del Cabildo son señales advertidas claramente por Vergara. No estamos yendo a favor del viento, piensa Vergara. Porque si honores, hembras negras, banquetes, comodidades y lisonjas no son del gusto del caballero oidor, habrá que darle entonces otro asunto de más sustancia para hincar los dientes. ¡Qué vuesa merced Pérez Salazar coma buena carne, pero no de mi hacienda! Y pensando así, en su hacienda, en su propio cuerpo, y en la posibilidad siniestra de viajar engrillado a Charcas tal como lo hicieran un año atrás sus socios en el crimen organizado Mateo Leal de Ayala, Mateo de Grado y Sánchez Ojeda,[5] Vergara toma una decisión. Apurar el complot, cerrar la trama que viene urdiendo desde hace tiempo; precisamente, desde esa mañana nublada en que viera a sus socios subir encadenados a los carruajes del anterior oidor de Charcas y partir para siempre de Trinidad por la calle del Cabildo hacia la nada, entre soldados montados con lanzas largas y llovizna, como encerrados entre rejas de hierro y agua, diluyéndose a la distancia en la garúa.

El gobernador Góngora ha prohibido los pregoneros, el comercio ambulante, y el paso de carretas y troperos por las inmediaciones del Fuerte. No quiere saber nada de la aldea, ni siquiera oírla. Ya no tiene fuerzas para levantarse, ha hecho instalar su escritorio taraceado en marfil y su cama con dosel de cortinados labrados en la sala de armas que tiene paredes de una vara de espesor.[6] La cama está orientada de espaldas a la aldea, frente a un ventanuco que mira al río. Alrededor hay munición, mechas para mosquetes, barricas de pólvora. Cerca de la cama hay baúles, un servicio de noche, varias ampollas con pócimas, jofainas y emplastos, una cruz de Santiago enjoyada, y dos candelabros venecianos que el gobernador ha traído pese a la advertencia hecha por su teniente Páez de Clavijo de que podían volar en pedazos, él mismo y la mitad del Fuerte, si mandaba encender los artefactos. Pero a Góngora esas precauciones le eran ajenas, tenía otras cosas en que pensar: había postergado su embarque porque al moverse le dolían las piernas y los brazos o se entumecían, que era peor porque parecían no pertenecerle. Tenía un enemigo en el cuerpo que no podía expulsar con sangrías, pócimas ni ventosas o sanguijuelas; se le había metido un demonio, razonaba, y estaba tomándole por las extremidades: le habían hecho una brujería. Esta aldea brutal no lo quería, y tampoco lo merecía… ¡porque si había llegado una persona de calidad a este páramo, ésa era él!, caballero de Santiago, oficial del general Ambrosio Spínola en la batalla de Ostende, asiduo de la Corte en Madrid, amigo y confidente de Cristóbal Sandoval y Rojas, duque de Uceda, hijo del duque de Lerma, y valido de su majestad el rey Felipe III. ¡Pero qué sabían estas gentes de todo eso! ¡qué sabían de palacios y honores, de calles con fuentes y castaños centenarios, de damas blancas como la nieve, casas de piedra y catedrales que llegan hasta los cielos! Éstos salvajes son peores que moriscos, piensa mirando el río. Un escalofrío le sube por el brazo como una araña. ¡Coños!, exclama. La araña llega al hombro y desaparece en su pecho. Siente náuseas. ¿Qué hago en esta tierra de brujas y salvajes?, dice sin considerar los siete baúles que rodean su cama cargados de lingotes, productos del contrabando.

Aparte de la cirugía y la farmacopea, el gobernador Góngora intenta curarse por los caminos del espíritu. Ha pagado en plata de ley cien misas y un exorcismo solemne a los jesuitas y a los dominicos para librarse del demonio. Hace dos años presenció estos rituales durante la peste y confía más en ellos que en los médicos.[7] Góngora escucha letanías, recibe unciones, reza rosarios, besa la cruz enjoyada; y sigue mirando el río, el bajel fondeado cerca de la aduana. Espera recuperar su cuerpo, embarcar los baúles, abandonar la aldea para siempre.

El oidor Pérez de Salazar no monta una causa a Juan Vergara ni investiga la red de contrabando, como era de esperar. Una vez instalado en la casa que ocupara Delgado Flores -sita en la actual esquina de Mitre y 25 de Mayo donde hoy está el Banco Nación-, Salazar inicia los juicios de residencia de los dos últimos gobernadores: Hernandarias y Góngora. Esta acción, interpretada por algunos historiadores como un gesto disperso, complaciente o permisivo de la Corona hacia la corrupta elite local de mercaderes, vecinos acomodados y funcionarios, tal vez resulte inesperada pero no es complaciente ni permisiva como se verá a continuación.

El procedimiento del oidor Salazar es una consecuencia directa de la política implantada por el conde-duque de Olivares para regenerar internamente la monarquía y consolidar el imperio español. Un Imperio que por cierto se está desmembrando entre el poder excesivo de los nobles sin control del rey, enquistados en las rentas y los cargos públicos,[8] inmersos en la molicie, la frivolidad, y el derroche excéntrico o escandaloso entre el desmantelamiento de la propia industria y una enorme deuda externa,[9] entre una multitud crónica de desocupados, de mal entretenidos, de pícaros, de salteadores, de mendigos, y entre el aumento de los gastos militares, porque se ha reanudado la guerra en los Países Bajos después de una tregua de doce años y mantener el ejército español en Flandes durante un año cuesta 4 millones de ducados.[10] Debido a todo esto el conde-duque de Olivares, que tiene la privanza del rey y es el hombre más influyente de España, ha creado la Junta Grande de Reformación: un organismo de amplios poderes para velar por las buenas costumbres, evitar el despilfarro y elevar la moral pública. La Junta, presidida por Olivares, e integrada por Andrés Pacheco, inquisidor general, fray Antonio Sotomayor, confesor del rey, y Hernando Salazar, confesor de Olivares -pariente de nuestro oidor-, emite 23 artículos con fuerza de ley. Se trata de una estricta legislación que limita los excesos y hasta el lujo en el vestir; reduce los cargos municipales a dos tercios; prohíbe la importación de un gran número de manufacturas para proteger la propia industria; y ordena a aquellos que hayan ostentado u ostenten un cargo público a presentar una declaración jurada de todos sus bienes ante una Junta de Inventarios.

En tal sentido ha procedido el oidor Salazar en nuestra aldea, con la convicción de que la moral, la austeridad, y las buenas costumbres deben impartirse con el ejemplo, desde arriba hacia abajo, desde el gobernador hasta el último súbdito. Pérez Salazar trabaja con ahínco en su residencia y despacho junto a la Casa de la Gobernación que fuera abandonada por Góngora -ambas, la residencia de Salazar y la Casa de la Gobernación que da sobre la Plaza Mayor, pertenecen a la misma manzana ocupada hoy por el Banco Nación-. Pocas cosas lo distraen, a veces un cántico o un rumor de pasos. Salazar ya ha estudiado el informe de Delgado Flores y las confesiones de Mateo Leal de Ayala, Mateo de Grado y Sánchez Ojeda, presos en Charcas. Ahora lee y acumula los documentos traídos de la Gobernación abandonada, e inicia un proceso contra Góngora que amenaza ser terrible. A veces el cántico y los pasos son más fuertes entonces el oidor levanta la vista de los papeles. De la Compañía de Jesús, que está justo enfrente -cruzando la actual calle 25 de Mayo- sale el santísimo sacramento en procesión hacia el Fuerte entre cirios y nubes de incienso para pedir por la salud del cuerpo y el alma del gobernador. Las procesiones de jesuitas, dominicos y mercedarios, se hacen semanalmente, luego cada día por medio y después a diario, conforme avanza el deterioro del gobernador y crece el sumario en su contra.

Detrás del ventanuco, el gobernador ya no distingue el bajel y el río se le confunde con el cielo. El demonio instalado en su estómago le parece que es una rata hambrienta. No han servido los exorcismos ni las abluciones. Entre dos retorcijones, Góngora clama por encender los candelabros y dar rápido final a la agonía, ¡qué el diablo se lo lleve de una vez, a él y a esta ciudad maldita, qué vuele todo por los aires!, pero Páez de Clavijo prohíbe la lumbre y los jesuitas, convencidos por el exabrupto de que el gobernador está realmente poseso, lo amarran fuerte a la cama y siguen con el exorcismo arrojándole aceites y agua bendita y latines mientras Góngora los maldice.

Abrasado de fiebre y escupiendo bilis, Diego de Góngora muere el 21 de mayo de 1623. Le sucederá en el gobierno el propio oidor Pérez Salazar, quien, a modo de informe no mencionará demonios ni brujerías, dirá que a Góngora lo han cargado las calenturas o las pesadumbres -incluyéndose él mismo entre los pesares por iniciarle juicio de residencia e instalar la aduana “seca” en Córdoba-. El informe es creíble pero falso. Sólo tres personas conocen la verdadera causa de la muerte de Góngora: el médico Lorenzo Menaglioto que lo asistió, el confesor del médico, y Juan de Vergara. A Góngora no lo han cargado las calenturas o las pesadumbres sino el arsénico.[11]

(Continuará…)

BIBLIOGRAFÍA

La Política Internacional de Felipe IV, Francisco Martín. Ed. Sanz, Segovia, 1998.

Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.

El Primitivo Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero. Ed. Plus Ultra, 1986.

La Pequeña Aldea, Rodolfo González Lebrero. Ed. Biblos, 2002.

Las Venas Abiertas de América Latina, Eduardo Galeano. Ed. Catálogos, 2002.

Contrabando y Sociedad en el Río de la Plata Colonial, Marcela Perusset. Ed. Dunken, 2006.


[1] Así se denominaba en la época al cargo. Nótese la connotación punitiva, el cargo refleja carga, la vara es una herramienta de castigo usada por el funcionario.

[2] El juego era español y consistía en dos bandos de jinetes que, representando a cristianos y moriscos, trataban de derribarse usando las cañas.

[3] Vergara ha comprado a perpetuidad los seis cargos de regidores del Cabildo, consultar Parte XII , y los regidores eligen al alcalde.

[4] Ver Parte XII y XIII.

[5] Ver Parte XV.

[6] En este caso, la vara es una medida equivalente a 83,6 cm.

[7] VerParte XIII.

[8] Hay en España 160 duques, marqueses, condes y vizcondes, que perciben una renta anual de 5 millones de ducados, la Corona tiene un total de ingresos de 11 millones.

[9] El duque de Medinaceli tiene 700 criados y son 300 los sirvientes del gran duque de Osuna, quien, para burlarse del zar de Rusia, los viste con abrigos de pieles siberianos.

[10] El total de los ingresos anuales de la Corona es de 11 millones y la mitad se aplica al pago de deuda externa.

[11] Góngora es el segundo gobernador que manda envenenar Vergara, el primero fue Marín Negrón en 1613, Parte XIII.