El Cucú del Brujo

Por Mario Marazzi

– Pero , ¿Cómo debo interpretar eso de nombre de reloj? Porque pienso y pienso y no recuerdo alguna mujer que se llame Seiko, Girard Perregaux, Omega o Tressa. ¿O sería alguna Teresa deformado el nombre en Tressa en su paso por el infinito cielo de la ignorancia y la mediocridad que es este curro?

–  En verdad pienso que esta señal no habla de una marca  sino de un tipo de reloj … no se, como si fuera pulsera, pared, digital, de bolsillo, electrónico, a cuerda, solar. Claro que su negativa a entender que esto es una ciencia, dificulta todo. Es como que usted sabotea al profesional que vino a consultar. Trabajar así no se puede …

– Te pido permiso para tutearte, dijo el tipo de barba canosa, decime, profesional, ¿no te da vergüenza engrupir a la gente con estas mentiras? …

El día anterior estuvo un rato largo en la puerta de esa casa chorizo de Larrea casi esquina Viamonte, poniendo en duda la legitimidad de tocar o no el timbre que lo depositaría en esa habitación sombría, cargada de amuletos, velas encendidas, paños de colores estridentes, un gato rubio dormido dentro de un cajón de duraznos y ese olor donde se entreveraba la cera quemada, aceite viejo de la fritanga de milanesas, pis del gato rubio y varios sahumerios ubicados con injusticia. A poco de entrar ese olor se instalaría bien arriba de su olfato, entre sus ojos viejos y su escepticismo.

El brujo era un petizo de más o menos 45 años, que repitió el supuesto apellido de Suárez como tres veces pero nunca dio pistas del nombre y confesó que había llegado de su Medellín natal hacia poco más de cuatro años.

– Cobro treinta pesos la consulta que, si usted decide hacerla me los debe pagar ahora, antes de comenzar. Si hubiese necesidad de una nueva reunión, la segunda es totalmente gratuita –dijo el colombiano un instante antes que Alfredo Benavidez le diese tres billetes de diez y se sentase frente a un enorme retrato de un hombre antigüo, pelado y con bigotes por todos lados.

La incredulidad de Alfredo B. fue en aumento  mientras el colombiano hurgaba en una bolsita de terciopelo azul.  Le miraba las manos al aprendiz de hechicero y pensaba que con esos treinta mangos hubiese podido jugar a la quiniela y quizá los espíritus le cambiaban el día. Pero todo se quebró cuando el petizo le dijo con sorpresiva  firmeza:

–  Se me viene mañana, a esta misma hora. Traiga de su casa una tapa de aluminio de cualquier cacerola o jarro que tenga en uso. Ah, y en un envase de vidrio o de plástico, un poco de orina del día. Desde ya le digo que usted sufrió un daño y la autora es una mujer, grande, que vive lejos de su casa … Si con estos datos ya sospecha de alguien, traiga alguna cosa personal de esa mujer. Si es que todavía tiene algo, cerró el latinoamericano con una sonrisita sarcástica que logró que AB se maldiciese por haber ido.

– ¿Qué me quiere decir con “grande”? …¿Una vieja, una anciana o una mina de más de 80 kilos? Y eso de “lejos” es muy impreciso … podría ser Lanús o Alaska – Alfredo B. ya había picado y el colombiano se agrandó

–  Amigo, amigo … estoy hablando de una mujer de tamaño considerable. Es grande pero no obesa … y lejos queda claro que es en Argentina, pero no en Capital Federal, lo espero mañana – dijo Mandrake Suárez, se levantó y acompañó a Benavidez hasta la puerta, que la abrió y cerró despacito, con cuidado, como para no despertar a alguien que estuviese durmiendo en la pieza de al lado.

De alguna manera el hecho que al otro día el brujo caribeño estuviese con anteojos oscuros hizo que Alfredo B. aumentase sus dudas. “Este enano es un ladri, pero ahora, cómo hago para arrancarle los treinta mangos?”. Hizo como si nada, como que le daba lo mismo anteojos negros, bermudas absurdas y gorros peruanos. En una bolsita de Coto había traído la tapa de aluminio de una lechera y dentro de  un envase de yogurt descremado un poco de pis, bien tapado con un film de plástico y una gomita ahorcando la boca. Y un cepillo de dientes OralB de quien Alfredo entendía era la autora intelectual de este “daño” y que había quedado olvidado en el portavasos del baño.

El colombiano, sin quitarse los anteojos, colocó la tapa de aluminio sobre la mano extendida de Alfredo, para entonces  en posición de pedir limosna. Siempre por indicaciones de Suárez, el descreído mojó la yema del dedo índice en su propia orina e hizo una pequeña marca sobre la tapa de la lechera.  Luego otra y otra más y como ya se comenzaba a aburrir optó por crucecitas, raya y punto, circulitos, triángulos y rombitos.

–  Aguante, aguante Alfredo. Es seguro que le debe arder muchísimo la mano pero es clara señal que el daño se está incinerando en su propia indignidad – decía el brujo, casi a los gritos pero con una sonrisa triunfal en su rostro y el cepillo dental de la sospechada en la otra.  El enorme ardor que sentía en la palma de su mano, llevó a Alfredo B. a derivar hacia dos decisiones que abrían una encrucijada: putear al extranjero o comenzar a sospechar que quizá el petiso no era tan mentiroso como él suponía.

Salió como a los veinte minutos, quizá tan triste como cuando entró pero con un pensamiento absolutamente esclarecido: el reloj era Cucú y se correspondía perfecto con Cucurucho, nombre con el que había bautizado al gran amor en esta etapa de su vida pero que, por aquello de los desencuentros y las cosechas tardías, no pudo ser.

Un recuerdo que siempre volvía a la vida lisa de Alfredo Benavidez y una necesidad de olvido que no encontraba paso.

Se sentó en el bar Toba de Pueyrredón y Córdoba, recordó las fotos maltratadas que le había regalado a Cucurucho y que, después de la separación encontró en el estante de arriba del placar, donde la mujer guardaba su camisón blanco con flores azules y su desodorante. Allí nació su sospecha: ¿sería tan pero tan hija de puta esa mujer grandota y hermosa que seguía adorando,  como para haber encargado un “daño”?

Pero enseguida la reivindicó … ¿qué era un “daño” sino una muestra de amor? Casi una dura escafandra  para mantener fuera de contaminación a la persona amada.

No pudo evitar el estado de gracia que implica llorar en público; dejó un sucio billete de dos mangos de propina, salió y justo pasaba un 64. Se trepó y se perdió en la ciudad con una frase martillando su lengua reseca: “Todos venimos de algún naufragio”.-