La Otra Historia de Buenos Aires

Parte XII

por Gabriel Luna

1618. A pesar de las enormes distancias y de las lentitudes de los traslados y las comunicaciones, las cuestiones esenciales que ocurrían en Trinidad -esta pequeña aldea del Río de la Plata perdida en los bordes de la civilización- se manejaban desde el centro del Imperio. Trinidad era parte de un tablero, apenas el escaque de un juego ajedrez. Por la aldea se veían pasar las piezas pero no los jugadores, los que movían las piezas estaban en Madrid.

En Madrid ocurría la caída política del duque de Lerma, verdadera cabeza y administrador del reino a la sombra de Felipe III. El poder de Lerma fue socavado, entre otros, por el duque de Uceda que era su propio hijo y tomó su lugar como valido del rey. Con Lerma cayó uno de los jugadores del gran tablero: don Rodrigo Calderón, ministro de Estado, comendador de Ocaña, conde de Oliva, marqués de Siete Iglesias, secretario del rey, jefe de la Guardia Alemana… Su codicia no conocía fronteras y medraba sin mesura a costa de sus funciones. La acumulación de Calderón fue regia, durante un viaje a Flandes compró para su uso personal más de doscientas toneladas de muebles y obras de arte y las despachó a España en cinco navíos.

Rodrigo Calderón distribuía sus fichas a lo largo de todo el Imperio, su pieza en el Río de la Plata era Hernandarias. Los unía un parentesco lejano pero ninguna convicción. De hecho, Calderón apoyaba a Hernandarias e hizo que el rey le diera una cuarta gobernación porque el contrabando de Buenos Aires fastidiaba sus negocios en Lima y mermaba el flujo de plata por Panamá. La jugada era buena pero a Rodrigo Calderón lo perdía la desmesura, los celos cortesanos, la aversión del pueblo, y en particular las intrigas de Uceda y el conde-duque de Olivares que lo llevaron a los tribunales. De esta manera, Hernandarias perdió soporte y finalmente la gobernación. El nuevo jugador que reemplazó a Rodrigo Calderón fue el duque de Uceda, y su pieza en la remota Trinidad era Diego de Góngora.

16 de noviembre de 1618. Se avisan cuatro navíos en el Río de la Plata. La noticia corre entre el Puerto, el Cabildo, el Fuerte, y vuelve a correr, más por la excitación que por informar. Hernandarias no está en la aldea. Repica la campana del Cabildo, la de la Compañía de Jesús, la de la Iglesia Mayor, la de San Francisco. Los navíos no fondean en la Aduana Nueva hecha por Hernandarias, que está en la dirección de la actual calle Mitre. Descargan esclavos negros y mercaderías holandesas una legua hacia el sur en tierras de Simón Valdez, y se dirigen al puerto del Riachuelo. Mientras tanto, las fuerzas vivas de Trinidad, alborozadas y presagiando fortuna, han dispuesto tender un arco de honor en la calle del Riachuelo, hoy Defensa, para dar la bienvenida al nuevo gobernador: Diego de Góngora.

Góngora y Hernandarias se reúnen recién la semana siguiente, después de la solemne asunción en el Cabildo y los festejos: juego de cañas,1 corrida de toros negros en la Plaza Mayor, y una recepción ofrecida por doña Margarita Carabajal de Texeido Acuña.2 Hernandarias no ha querido participar de la fiesta. Apenas llegado de una expedición a la Banda de los Charrúas,3 el criollo encuentra a Góngora en la Casa de la Gobernación, situada en el solar que fuera de Garay, frente a la plaza y la Compañía de Jesús, donde hoy está la sede central del Banco Nación.

No hay nada en común entre los dos hombres, ni siquiera en el vestido. Uno usa zapatos con hebillas de plata, camisa de seda y chaleco de raso, golilla y puños de encaje. El otro lleva botas de potro, poncho de gaucho, sombrero alado. Góngora, echado entre almohadones sobre un estrado, tiene la cara imberbe, pálida y mofletuda, los ojos pequeños, manos de mujer cortesana. Hernandarias está de pie como un mástil, la barba entrecana y larga, el rostro curtido, una cicatriz en el pómulo, mirada honda, las manos enormes de trabajo e intemperie. El nuevo gobernador habla con tono agudo y pedante, refiere detalles del viaje y los festejos, habla de asuntos políticos en Madrid, de su señor el duque de Uceda que ahora es favorito del rey, y luego de esa ostentación, llega finalmente adonde quería: le pide al criollo el inmenso expediente4 que ha sustanciado contra los “confederados”. Hernandarias no cede, responde que aunque ya no sea gobernador ni vecino desta ciudad, todavía es juez pesquisidor, nombrado por la Audiencia de Charcas, y tiene potestad e injerencia sobre el escrito. Dicho esto, el criollo se retira pero Góngora lo hace arrestar por cuatro lanceros y lo confina a la cárcel del Fuerte dictándole un auto de prisión con guardas y salarios a su costa.

Con el famoso expediente obtenido por la fuerza, Góngora hace nuevos interrogatorios para modificar los dichos, libera a los “confederados” encausados, e inicia una persecución penal imputando delitos imaginarios a los “beneméritos” que trabajaron con Hernandarias en el inmenso proceso. Ocampo Saavedra, que fuera fiscal, es detenido y olvidado en la cárcel. También es apresado García Villamayor cuando intentaba ir a Charcas para pedir justicia. A Cristóbal Remón, que fuera escribano del Cabildo y secretario del proceso, le toca la peor parte: se le aplica la “cuestión extraordinaria”, es torturado varios días y después enviado hacia su miedo mayor: el mar. Metido en el cepo de un buque negrero se lo deporta a Angola. Jamás llegará.

1619. Hernandarias sigue preso. Los cargos que se le formulan pueden resumirse en una carta del Cabildo enviada al rey y al Consejo de Indias el 10 de febrero. (…) “Hombre cruel y precipitado, de poco gobierno y muy vengativo, emparentado él y su mujer5 en estas provincias por haber nacido en ellas y nunca haber salido a otra parte, no ha hecho más que apropiarse de tierras e indios, que mal los trata, y para sustentar gobierno ha hecho los cabildos de parientes y amigos suyos” (…) Hernandarias consigue mandar una protesta a Charcas, pero es un procedimiento largo. Mientras tanto, cinco oficiales reales le inventan un juicio de rendición de cuentas, secuestran todos sus bienes y los venden a precio vil en subasta pública. La Audiencia de Charcas ordena su pronta libertad y la devolución del sumario seis meses después de la protesta. Hernandarias sale de la cárcel embargado, pobre, y con un sumario inutilizado. No tiene ánimo de asumir la gobernación de Paraguay y se retira a su casa de Cayastá en Santa Fe.

Los tiempos resultan favorables para los “confederados”. Al tráfico habitual sin la prohibición de Hernandarias se le suma el contrabando del nuevo gobernador. En otoño parten las caravanas de esclavos a las minas de Potosí, y en agosto vuelve en una de las caravanas Juan Vergara tras haber comprado en subasta, y a perpetuidad, los seis cargos de regidores del Cabildo porteño. Vergara paga 700 pesos por cada cargo –el precio de un esclavo en Potosí- y los distribuye entre parientes y familiares, reservándose uno para él. Es curioso, porque Garay había instituido que el Cabildo saliente debía elegir todos los años al entrante. Los “confederados” no sólo consiguen quebrar esa costumbre democrática, también incurren en el mismo nepotismo que aviesamente le imputan a Hernandarias. Con el manejo perpetuo del Cabildo, con la bendición de los jesuitas, y con el gobierno de Góngora en la provincia, el negocio “confederado” y el destino de Trinidad como ciudad negrera parecen sellados.

Sin embargo, en el centro del Imperio había otras tendencias y novedades. Aunque en Madrid seguía verificándose la caída de Rodrigo Calderón -no se refugió en la Iglesia como había hecho el duque de Lerma y fue arrestado acusado de 214 cargos, entre malversaciones, cohechos y asesinatos- también ocurría la caída del duque de Uceda, protector de Góngora, socavado por el conde-duque de Olivares. Consecuencia de esto, Olivares comienza su juego en el gran tablero y enviará a la remota Trinidad, futura ciudad de Buenos Aires, una de sus piezas: el licenciado Matías Delgado Flores, visitador del Consejo de Indias.

Delgado Flores llega a Trinidad en noviembre de 1619. Sabe que la flota de Góngora fue costeada por los “confederados”, que se contrató la tripulación y se cargó mercadería holandesa en Lisboa, y que se embarcó en Brasil un número desconocido de esclavos negros. Sobre esta base, el licenciado visitador inicia la investigación. Simón Valdez, que acompañó a Góngora desde Lisboa y tiene además la triple condición de “confederado”, financista, y tesorero de la Real Hacienda en el Río de la Plata, es uno de los más implicados y huye rápidamente a Chile. No se lo volverá a ver en Trinidad ni en ningún otro lado, su rastro y el de su famoso tesoro se pierden en una pequeña aldea de La Rioja.

1620. Delgado Flores indaga sobre los esclavos y las mercancías, recorre las tiendas de ultramarinos frente a la Iglesia Mayor, en la actual calle San Martín, pregunta a los prácticos y los calafates del puerto del Riachuelo, recorre exhaustivamente las tierras de Valdez, habla con capataces y troperos, con buhoneros, frailes, pulperos, soldados, tahúres y hasta con proxenetas. Tiene un método de análisis riguroso y sistemático -y una escolta armada hasta los dientes que amedrenta a cualquiera-, sabe escuchar, confronta versiones. La aldea es pequeña, pocas cosas se le escapan. Averigua que las mercancías traídas por Góngora no han sido para su uso personal, que el número de esclavos negros desembarcados llegó a 300. Y que los esclavos y buena parte de las mercancías fueron remitidos a Potosí en una caravana de 26 carretas al mando del teniente de gobernador Gil de Oscariz. El viaje, encubierto de “comisión de gobierno”, había sido custodiado por tropas afectadas a la defensa del Fuerte. El diligente licenciado hace cuentas y concluye que el negocio ha producido más de 200.000 pesos.

Matías Delgado Flores es brillante pero tiene dos defectos: no soporta las presiones y tiene un carácter irascible y destemplado, sobre todo bajo presión. El 24 de abril de 1620 Mateo Leal de Ayala, “confederado” que fuera gobernador interino tras la muerte del gobernador Negrón y autor entre otros del fraude electoral de 1614,6 reclama contra las actividades del licenciado y pide que éste exhiba sus credenciales y poderes al Cabildo a fin de justificar los agravios, detenciones, y demás hostigamientos sufridos por los vecinos del puerto y esta ciudad. Una delegación compuesta de escribano y dos diputados se apersonan ante Flores para requerirle los documentos, el licenciado los despacha con displicencia. Pero va montando en cólera a continuación, por lo que considera un ultraje a su investidura, y se presenta en el Cabildo y pregunta dónde ha de sentarse. Estupefactos y reverenciales, los capitulares le indican el escaño de los alcaldes, ocupado también por Gil de Oscariz. “No me siento yo junto a los culpables contra quienes traigo comisión”, dice Delgado Flores y sale del recinto dando improperios.

El licenciado profundiza aún más sus investigaciones. Solicita a Hernandarias el famoso sumario y lo reconstruye hasta donde puede. Descubre no sólo que la aldea y toda la provincia está dominada por una banda de delincuentes enquistada en el Cabildo y la Gobernación, sino también que la mayoría de los miembros de la piadosa Compañía de Jesús participa del contrabando. Este punto, que Hernandarias no había querido ventilar por sus estrechas vinculaciones con los jesuitas, sí lo ventilará Delgado Flores (y será el comienzo de su desgracia). El diligente licenciado escribe un extenso informe al Consejo de Indias y otro a la Audiencia de Charcas, donde pide que se confirme a Hernandarias juez pesquisidor y tenga facultades extraordinarias para rehacer el sumario con mayor severidad que antes porque se ha quedado corto. “Mientras yo, como ojos e brazos que soy del Supremo Consejo de Indias, haré juicio de residencia a don Diego de Góngora y procesaré al Cabildo”.

BIBLIOGRAFÍA

Historia Argentina Tomo 1, José María Rosa. Ed. Oriente, 1981.

El Primitivo Buenos Aires, Héctor Adolfo Cordero. Ed. Plus Ultra, 1986.

La Pequeña Aldea, Rodolfo González Lebrero. Ed. Biblos, 2002.

Hernandarias de Saavedra, Col. Felix Luna. Ed. Planeta, 2000.

Felipe III, revista La Aventura de la Historia N° 9. Ed. Arlanza, Madrid, 1999.


1 El juego consistía en dos bandos de jinetes que ,representando a cristianos y moriscos, trataban de derribarse usando las cañas.

2 Ver  Parte XI.

3 Uruguay.

4 Ver Partes X y XI.

5 La mujer de Hernandarias era Jerónima Contreras, hija de Juan de Garay.

6 Ver Parte VIII.